Nadie pensaba que podía llegar al poder. Su elección fue una verdadera sorpresa. Un hecho histórico. Pero cuando se convirtió en jefe de Estado de un Estado desprestigiado, comenzó a despertar esperanzas a fuerza de gestos de cambio. Barack Obama, de él estamos hablando, parece haber anticipado los pasos que hoy está transitando Jorge Bergoglio. ¿Tendrán el mismo final?
Los procesos históricos rara vez pueden ser comparables, pero es interesante advertir las similitudes que se perfilan entre aquella obamamanía de la campaña presidencial de los Estados Unidos y esta franciscomanía del nuevo papado del Vaticano.
Como lo hizo antes Obama, Bergoglio también sedujo a la prensa gracias a impactantes señales que, ya sea por demagogia o por convicción, suelen ir en sintonía con los deseos de la opinión pública. En ese marco, la crítica se rinde ante las señales del argentino, como antes lo había hecho con el estadounidense. Y es algo entendible. ¿Quién puede criticar a un líder de la Santa Sede que hoy promete una Iglesia “de los pobres y para los pobres”? ¿Alguien dudaba de un jefe de la Casa Blanca que hace unos años anunciaba un Estados Unidos menos prepotente? Pero las grandes promesas pueden terminar en grandes fracasos si priorizan la retórica frente al contenido.
Durante la campaña que lo llevó a Washington, Obama se apoyó en su articulada oratoria para dibujar un rutilante ascenso a medida que se presentaba como la contracara del desprestigio que George W. Bush supo conseguir para los Estados Unidos. Algo parecido hizo Bergoglio, cuando recordó en el Cónclave que lo llevó al Vaticano que su imagen de jesuita adusto y sencillo era lo que la Iglesia necesitaba para ponerles fin a los escándalos de corrupción e intrigas palaciegas que la amenazaban.
Obama les hablaba a los estadounidenses advirtiendo que iba a recuperar la senda del liderazgo moral que Estados Unidos suele adjudicarse en Occidente. Y también le hablaba al resto del mundo cuando aseguraba que iba a reconstruir los lazos de Washington con sus aliados. Bergoglio se dirige a los católicos cuando demuestra que es necesario recuperar los valores de Cristo. Y también le habla al resto del mundo cuando asegura que está reinventando la Iglesia.
Pero luego de iniciar su segundo mandato, está claro que la estrella de la obamamanía se apagó. Son tantas las continuidades que se observan de las decisiones que tomó Bush, que Obama parece ser más de lo mismo.
Bergoglio aún tiene crédito. Pero algunos ejemplos demuestran que su “revolución” puede ser más estética que de fondo, un elaborado plan de marketing que condena los excesos de la curia romana y los abusos de pedofilia, pero que no se muestra tan progresista frente a temas sensibles como el aborto, el uso de preservativo, el matrimonio igualitario y la eutanasia.
Obama despertó esperanzas en todo el mundo. Y no las cumplió. Ojalá que Bergoglio no repita su camino.