COLUMNISTAS

Antropología forense

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A esta altura del año, nuestras gatas ya no quieren volver más del campo. Cada vez que las traemos a casa, los lunes, se la pasan chillando durante el viaje (lo que puede ser parte de la natural aversión felina a los traslados) y, después, durante dos o tres días, nos hacen sentir su disgusto con quejas de todo tenor. El campo es para ellas pura aventura y entrega total al embotamiento propio del mundo animal y nos arrastran, dominantes como son, a compartir con ellas su predilección por los bichos y los ciclos de la vida y de la muerte con los que entablan una relación mucho más natural que nosotros.

Hace dos fines de semana, mientras regaba al atardecer la parte delantera del jardín (porque hace cuatro meses que no llueve y el pasto y las plantas sufren las consecuencias) descubrí que había en la esquina una patrulla policial estacionada. Cerré el portón de entrada con candado porque creí que estaban persiguiendo a alguno de los cacos de la zona y temí que, incapaces de traducir del latín el letrero Cave Canem (“Cuidado con el perro”) que acabamos de incorporar a la fachada, los ladrones buscaran refugio en nuestra casa.

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Mi hipótesis no podía estar más desencaminada. Me enteré luego de que los agentes del orden habían sido convocados por un vecino alarmado, quien había descubierto, en el baldío donde se deposita la basura del barrio entero para su recolección intermitente, huesos humanos semicalcinados.

Entendimos que la patrulla policial esperaba la intervención de la Justicia, que habría de llegar en cualquier momento con sus cuadros de policías científicos especialmente formados, y nos preparamos para brindar testimonio (no sabíamos nada, pero ellos no podían saberlo, y considerábamos seguro que vendrían a interrogarnos, por lo que interrumpimos nuestras ocupaciones y nos cambiamos para esperar con la respetabilidad del caso a los sabuesos y a los canales de noticias escabrosas a los que habíamos alertado).

La noche cayó sobre nosotros con su pesadumbre habitual mientras desestimábamos hipótesis (efedrina, violencia doméstica), los perros se retiraron a sus aposentos y las gatas, que empezaron a tener frío, nos reclamaron dentro de la casa.

A la mañana siguiente, la patrulla policial ya no estaba (alguien dijo haberlos visto llevarse algunos huesos) y nuestra lucha contra la naturaleza (la sequía, los yuyos, las alimañas) y contra la deficiente infraestructura urbana que sostiene al barrio continuó con sus ritmos habituales.

El lunes pasado, cuando llegó el camión de la basura enviado por la Municipalidad de General Rodríguez a llevarse las inmundicias que nuestro pobrerío produce regularmente, notamos que, para evitarse la limpieza del terreno que los perros hambrientos de la zona suelen transformar en un chiquero, los recolectores estaban prendiendo fuego a las montañitas de basura que habían armado.

Hecha un basilisco, mi mamá salió a increparlos: “No pagamos nuestros impuestos para que nos obliguen a vivir en una quema”, les dijo, y les reprochó que no hubieran advertido la transformación del basurero en un crematorio humano a cielo abierto.

A esa altura del partido yo creía que los tan mentados restos no habían sido nunca humanos y que sólo la fantasía y las ansias de protagonismo habían llevado a los vecinos a conclusiones totalmente equivocadas porque, de otro modo, algún tipo de investigación debía de haberse producido. Contra mi previsión, los recolectores contestaron la acusación materna diciéndole “¡Pero si esos huesos eran viejos!”, con lo que, al mismo tiempo, daban por cierta la escabrosa especie que había ocupado nuestra atención y demostraban una incomprensible indiferencia en relación con esa vida truncada (una mujer o un niño, por el tamaño del cráneo o del fémur).

Ebria de deseos sino de justicia al menos de verdad, mi mamá prometió acusarlos de “complicidad en el hecho” y armó inmediatamente una comisión barrial que se apersonó en el palacio municipal de General Rodríguez para quejarse de muchas cosas pero, sobre todo, del hecho de que nos estuvieran tirando muertos en la esquina sin que a nadie pareciera importarle demasiado. El funcionario entrevistado aseguró que la causa estaba radicada en un juzgado de Luján, aconsejó la presentación de un petitorio que explicitara el conjunto de reclamos vecinales y prometió hacer lo que estuviera a su alcance, con un tonito que se parecía al “Bueno, bueno” con el que intentamos morigerar el humor depresivo de nuestras gatas, cada vez que vuelven a la ciudad.