Cuando el 10 de diciembre de 1983 entramos por primera vez al Ministerio de Defensa con Raúl Borrás, él me comentó que, así como a cualquier argentino que se le pregunte de quién son las Malvinas y contesta automáticamente “son argentinas”, aunque no recuerde muy bien las razones históricas y jurídicas que justifican esa pertenencia, debíamos conseguir que, con la misma convicción, todos los argentinos repitiésemos sin dudar “hay que respetar a la Constitución y a las leyes”.
Y ése fue el primer desafío que tuvimos que enfrentar, contando en la presidencia con el hombre que, mejor que nadie, estaba en condiciones de conducir la transición hacia la democracia a una sociedad transida de pena por las consecuencias de una represión fuera de todo control y al margen de la justicia, llevada adelante por la dictadura y por crueles e injustificables asesinatos cometidos por grupos irregulares que se atribuían la representación de un pueblo que nunca los había elegido para semejante misión. Sumemos la profunda crisis económica en que estaba sumido el país y la pérdida de la Guerra de Malvinas, una aventura irresponsable, con la secuela de frustración, dolor y muerte. No fueron épocas fáciles, y desde el gobierno tuvimos que enfrentar los estertores de un autoritarismo que se resistía a morir y que se manifestó en los hechos de Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli.
Derrotar a los rebeldes significó un triunfo de la democracia pero, también, la demostración de que en la Argentina había un pueblo y sectores mayoritarios de las Fuerzas Armadas que no permitirían que se avasallasen sus derechos y deberes para vivir en democracia y en libertad. Mientras ese sentimiento subsista, jamás en la Argentina volverán los golpes de Estado.
En diciembre de 1983, soñábamos que si lográbamos entregar el gobierno a otro presidente elegido por el pueblo, nuestra tarea habría estado cumplida y la democracia definitivamente consolidada. También ése era el pensamiento del primer protagonista de esa quimera, Raúl Alfonsín. Sin embargo, lo que logramos hasta allí fue construir los cimientos de lo que debe ser el edificio de una democracia rica.
Cuando todo esto sucede al mismo tiempo, podemos concluir que después de veinticinco años, estamos viviendo en democracia, pero en una democracia pobre y que algunos, en nombre de ella, se han ocupado de empobrecerla aún más.
También una democracia es pobre si carece de alternativas de gobierno. Por ahora, en la Argentina, tenemos oposición, pero tenemos que construir la alternativa. Afortunadamente, hay mucha gente que ya está visualizando esa necesidad y trabajando para superarla. Creo que hay que comenzar por encontrar las coincidencias para terminar con los vicios mencionado, enriquecer la democracia y consolidar la República que aparece debilitada. Además de reconstruir a la democracia y a la República y acabar con la corrupción, hay que trabajar en coincidencias programáticas. Hacerlo sin construir una alternativa posible, equivale a hacer un trabajo de diletantes.
Al ex presidente Kirchner le preocupa que en este esfuerzo estén hombres y mujeres que integraron la Alianza. Su preocupación no debería ser tal. ¿Acaso él no se abraza con conspicuos hombres y mujeres, saltimbanquis de la política, que fueron integrantes del gobierno de Isabel Perón y José López Rega, y posteriormente del de Carlos Menem, que apoyaron con entusiasmo la amnistía que proponía Italo Luder, los indultos y la furia privatizadora que sostenía Menem, y ahora, la preocupación mediática por los derechos humanos del pasado y la reestatización improvisada y desprolija que propone un gobernante que, en su tiempo, también apoyó calurosamente a quienes ahora suele denostar?
*Ministro de Defensa de 1987 a 1989, en 2001 y de 2002 a 2003.