Primera ronda. La tarjeta dice: escritores catalanes conocidos en la Argentina. Sin repetir y sin soplar, a partir de ahora, comenzando, ya: Mercè Rodoreda, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé, Enrique Vila-Matas… ¿Carmen Laforet? Tiempo. Para la mayoría de los lectores argentinos, el nombre de Francisco Casavella (Barcelona, 1963-2008) no integra esa lista surgida de la primera capa de la memoria. Y sin embargo, en la década y media larga que va desde la aparición de su novela debut, El triunfo (1990), Casavella publicó siete libros, incluyendo la trilogía El día del Watusi, con los que se hizo un lugar insoslayable en la literatura española contemporánea.
Así como el retrato de la Barcelona actual estaría incompleto sin las ficciones de Marsé o de Mendoza, también lo sería sin muchas de las novelas de Casavella. Sí, esa ciudad que hoy es una marca reconocible y que tolera cada vez peor las diferencias y las tensiones creadas por la inmigración y el aluvión turístico internacional, esa ciudad que medio mundo ama y que buena parte de los catalanes detesta, se enfrenta al riesgo de convertirse, definitivamente, en un parque de atracciones temático. Esas transformaciones, que comenzaron a finales de la década del 80 con la limpieza del casco urbano de yonquis e indeseables en vista de los Juegos Olímpicos de 1992, dejan oír su ruido de fondo ya desde las historias tejidas en El triunfo, cuando los gitanos comandados por El Gandhi pelean su territorio a los nuevos habitantes de la ciudad: los negros, los moros. Lo primero que se advierte en esas páginas es el vértigo y la aceleración, el retrato de las clases medias bajas, el especial talento narrativo de Casavella para el registro de la oralidad. Es cierto que algunos pasajes pueden parecer demasiado cinematográficos (no es casual que dos de sus novelas hayan sido adaptadas al cine) y que en otros el texto se vea afectado de cierto lirismo (que el crítico Ignacio Echevarría señaló como “dejes románticos y preciosistas de una prosa capaz siempre de grandes alardes, pero con tendencia a resultar sentenciosa”), pero: ¿qué decir entonces de Javier Marías, por ejemplo? ¿Cuánta de la narrativa española actual puede situarse por encima de los mejores momentos de Casavella? No mucha, la verdad.
Hay en El triunfo, como en Un enano español se suicida en Las Vegas (1997) o El día del Watusi (2003) un trasfondo de tragedia siempre inminente, protagonizado por maravillosos perdedores (los aparentes ganadores también lo son) a través de los que encarna la tragedia del mundo contemporáneo: “Me quedo parado cuando me dicen que tengo cierto talento para la tragedia. Porque creo que eso es como tener cierto talento para medir uno ochenta. Es una manera de ver la vida, que no obedece a un talante melodramático”, explicaba Casavella en su última entrevista, publicada en febrero de 2009 por la revista Quimera.
Sus conocidos no se ponen de acuerdo en si Casavella buscaba la muerte por exceso (había vuelto a viejos hábitos de la juventud, pese a las recomendaciones médicas) o si la muerte lo encontró por un defecto de la voluntad. Murió de un ataque cardíaco el 17 de diciembre pasado. Tenía 45 años.
*Desde Barcelona.