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Argentinos a los baños

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El libro de relatos Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky, trae dos prólogos, uno de Susan Sontag y otro de Guillermo Cabrera Infante. El de Sontag lo pasé por alto, pero el de Cabrera Infante lo leí. Cuenta allí algo que supongo que procede de los Testimonios de Victoria Ocampo –que tampoco leí–: cuando vino a la Argentina Roger Caillois, en 1939, Victoria lo hospedó en Villa Ocampo. Al parecer, con el paso de los días, Victoria notó que Roger Caillois no tenía mucha afición por el baño: como su prosa, Caillois hedía. Así que Victoria, diplomática, le mostró a Caillois la ubicación de los baños de la casa, para que eligiera el que quisiera. Roger, que captó la indirecta, se metió de inmediato en uno. El asunto es que no salía. El tiempo prudencial que cualquier ser humano puede usar para bañarse se había visto plenamente excedido, por lo que Victoria empezó a preocuparse. Se acerco al baño donde Roger cumplía con sus obligaciones y apoyó el oído en la puerta, y lo que oyó fue el ruido suavemente acuoso que hace la gente adulta cuando se da baños de inmersión, pero en este caso el ruido acuoso era demasiado rítmico, como no suele ser el que hace la gente adulta cuando se da baños de inmersión. Así que abrió la puerta y lo que encontró del otro lado fue a Roger Caillois, vestido, sentado en el borde de la bañera llena, moviendo rítmicamente el agua con una mano y sosteniendo con la otra el libro que estaba leyendo. Cabrera Infante remata ese relato con una sentencia falsamente malévola: “He ahí la diferencia entre una cultura que privilegia la literatura y una que privilegia el baño”.
Aun habiendo estado casi siempre de acuerdo con Cabrera Infante, no puedo estar esta vez más en desacuerdo. Es mucho más importante privilegiar el baño que la literatura, al punto que mi intervención de hoy puede resumirse en una invitación sencilla a que los escritores argentinos se bañen.
He notado en encuentros casuales, en presentaciones, en librerías, en la calle, que el aseo de los escritores argentinos deja mucho que desear. A mis amigos puedo, al mejor estilo Victoria Ocampo (con quien siento mucha afinidad: yo también escribo en la cama), invitarlos a que visiten el baño, pero los escritores argentinos son tantos, y la hediondez que emana de sus cuerpos está alcanzando tales niveles que me parece mejor recurrir a este espacio, que es leído por muchos y criticado por muchos más.
San Martín, en sus máximas, ya lo decía: hay que amar el aseo –también decía despreciar el lujo, pero no creo que en eso debamos hacerle caso. El asunto es que no dejo de notar cierta tendencia a la mugre en las nuevas generaciones de escritores –supongo que las viejas generaciones tampoco se bañan, pero como no salen de casa nadie lo nota. La tradición argentina, que ni Caillois ni Cabrera Infante entendieron nunca, es indudablemente más importante bañarse todos los días –si es posible dos veces– que escribir cuentos, novelas y poemas que, tampoco exageremos, ni siquiera son tan buenos como para encima tolerar que los autores parezcan recién salidos de un establo