En un país con demasiados políticos y muy pocas políticas, los planes a largo plazo no existen y los programas a corto plazo apenas terminan en espasmos; usted ya sabe: las pistas de patinaje sobre hielo, los parripollos o las canchas de paddle. Por lo general, cuando se habla de negocios, esta especie de eructos comerciales tiene mucho más que ver con la fantasía de llenarse de plata en dos años –para eso, mejor busque un hueco en algún “fondo de inversión” que compra, vende y maneja futbolistas, si es que algún dirigente amigo lo deja entra– que con la convicción de llevar adelante un negocio. Cuando se habla de dirigir –de dirigente, quiero decir–, los límites de las propuestas tienen que ver con cuánto calcula el involucrado que puede durar su mandato. La Argentina, en general, necesita de gente que diseñe, imagine y proponga planes que excedan largamente su gestión. Y mucho más necesita de gente que, cuando hereda cosas bien hechas, no las destroce por la sola vanidad de imponer su teoría, si la tuviese. El deporte está claramente incluido en este concepto.
Cuando estaba por empezar el gobierno de la Alianza tuve mi primer contacto más o menos serio con la Secretaría de Deportes. Primera salvedad: un país que durante muchísimos años no le dio más jerarquía a la cartera que la de subsecretaría y que aún hoy no se anima a darle rango de ministerio, no es un país deportivamente serio. En aquel momento, recibí alguna insinuación sobre la posibilidad de hacerme cargo del área. Un rato antes de la reunión, me había llamado Martín Jaite, para comentarme que también lo habían llamado a él y que había agradecido y rechazado la propuesta. Lo mismo había pasado ya con un par de nombres más o menos conocidos del ambiente. Mi primera sensación fue que se estaba poco menos que revoleando el cargo a ver quién lo agarraba. Y mi contraoferta fue que mantuvieran en su lugar a Hugo Porta, que, con todas las limitaciones del caso –hubo mucho menos entusiasmo para mejorar su presupuesto que para despilfarrar millones en el ridículo y nunca bien aclarado proyecto Buenos Aires 2004, con el cual Hugo jamás estuvo de acuerdo–, había hecho un trabajo serio y con algunas medidas fundamentales tendientes a priorizar al deportista. Fue Porta quien traslado la Secretaría al Cenard y fue Porta quien decidió depositar las becas en cuentas directas de los atletas e instalar un cajero en el lugar. Alguna vez, el mismo Hugo me comentó con tristeza que habían llegado a sus oídos comentarios de deportistas que habían cedido la tarjeta y la clave a algún dirigente o entrenador para que ellos siguieran manejando los subsidios, a riesgo de quedarse sin integrar selecciones nacionales en caso de negarse a ello.
Lo cierto es que la respuesta de la gente que luego participaría del Gobierno fue que Porta estaba muy identificado con la administración Menem. “No es del palo”, me explicaron los mismos que terminaron besándole el trasero a Cavallo para que terminara de hundir al Gobierno y al país. Larga anécdota, al fin, para que usted sepa que aquello de que nadie propone a largo plazo porque nadie acepta continuar lo del otro no es una exageración.
Por cosas como ésta nadie supo aprovechar la enorme energía que le dio al vóleibol la camada del ’82. Por eso mismo, jamás la dirigencia del tenis aprovechó los impulsos de Vilas, Clerc o Sabatini para dar forma a una real escuela nacional. Por eso, también, es que nuestra natación siente que, después de Meolans y de Bardach, vamos a tener que tirarnos al agua con bracitos inflables.
Ese momento que puede ser el punto de inflexión de la historia es el que está atravesando el rugby argentino. En realidad, lo están atravesando dirigentes que parecen no haber estado jamás con los cortos dentro de una cancha. Y les aseguro que varios de ellos son reales próceres de entrañables batallas en las que ganarle a un equipo B sudafricano o perder por poco con Francia era ganarse el cielo eterno. La intención de la columna de hoy era aportar algo en función de lo que se decidiera en la Asamblea de fin de año de la UAR. Sin presencia de la URBA –la unión porteña nuclea casi la mitad de los votos– y con muy pocos puntos de acuerdo entre la conducción ¿saliente? de la Unión y los dirigentes de las principales provincias, todo quedó en la nada hasta febrero. El gran problema del asunto es, cuándo no, el dinero. Entre otras cosas, hay una cifra inédita en libras esterlinas que la FIFA de rugby le pagará a la Argentina durante los próximos años. Êste dinero, más el de los diversos negocios que generan Los Pumas, más el de la tele que tanto sirve a Buenos Aires, genera un extraño conflicto entre gente que, en algunos casos, encima quieren limitar a la mínima expresión la perspectiva de profesionalismo en nuestro rugby.
Como sea, cualquier explicación que yo pueda dar a esta altura no llega siquiera al nivel de elucubración: en las playas argentinas o uruguayas, en la Villa Nogués, cerca de la cordillera o en las sierras cordobesas habrá un enero caliente con gente del rugby armando la rosca que más le convenga a su deseo, lo que no en todos los casos tiene que ver con el juego tanto como con el poder y el dinero, para el caso de que estos dos fenómenos puedan ser considerados entes divisibles.
Mientras tanto, el rugby argentino espera y ve cómo la euforia mundialista queda en un segundo plano debajo de la desidia, el egoísmo y la codicia. Lo que está haciendo la dirigencia es equivalente a perder los puntos por llegar tarde al debut en un Mundial. Nadie pareció darse cuenta de que el fenómeno puma necesitaba un encauzamiento inmediato; claro, cómo entenderían semejante tema los mismos que no fueron capaces de armar un partido homenaje aunque fuera ante un combinado regional para que nuestro público viera a los fenómenos en casa.
Lo cierto es que, en febrero, cuando muchos de ustedes acerquen por primera vez a sus chicos a un club –a propósito, no tenga temor: el rugby es un deporte duro pero noble y lleno de grandes maestros para formar a los más pequeños–, la dirigencia aún no habrá resuelto qué hacer con tanta cosa buena dando vueltas. Que al fin y al cabo, el rugby sigue demostrando no ser un deporte de élite. Al menos a la hora de las grandes decisiones, es ordinario como el que más.