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Arte conceptual

Hace unos años en Bogotá vi una bizarra exposición de una artista plástica cuyo nombre no registré. Sólo sé que era colombiana. En una sala había unos cuadros grandes que parecían de Miró, imágenes abstractas, con colores rojos, rosados y negros.

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Hace unos años en Bogotá vi una bizarra exposición de una artista plástica cuyo nombre no registré. Sólo sé que era colombiana. En una sala había unos cuadros grandes que parecían de Miró, imágenes abstractas, con colores rojos, rosados y negros. Tenían algo muy violento, pero no se entendía por qué, quizá por el color sangre o porque cada cuadro era un enchastre, el registro de una fuerza aplastante y demoledora. De pronto uno miraba atentamente y comprendía que eran fotos de mosquitos aplastados contra la pared, ampliados a un tamaño gigante. La muestra se llamaba Mosquitas muertas. Vistas así, en ese tamaño, las imágenes tenían algo de arte rupestre, porque entre las combinaciones de las manchas y los restos del insecto se adivinaban figuras azarosas. Del marco de cada foto, sobre la pared blanca, salía una flecha que desembocaba en un círculo. En el centro de ese círculo estaba el mosquito original aplastado que había servido de modelo para la foto.

La cosa no se agotaba ahí. En una sala vecina se proyectaba un video donde la autora (que debo decir tenía bastante cara de mosquita muerta) hablaba de su obra. Se sabe, el arte conceptual es una rama de la literatura; sin la explicación la obra no tenía más interés que el extrañamiento de hacernos confundir insectos muertos como arte abstracto (que no era poco). Pero el documental mostraba el largo proceso que demandaba toda la obra: ella misma criaba mosquitos en piletones de su jardín dentro de un gran mosquitero, los acorralaba en una especie de jaula de tul, los llevaba a la sala donde se colgaría la muestra, se encerraba dentro, los liberaba y se dejaba picar durante horas, en ropa interior. Después ella misma se ocupaba de matar todos los mosquitos a manotazos contra las paredes impecables (ese momento del video casi se podría haber confundido con una coreografía de danza contemporánea). Por último, iluminaba los resultados mínimos, casi microscópicos, que ensuciaban la pared, sacaba las fotos con lentes especiales, las seleccionaba en su computadora y mandaba a hacer las copias gigantes.

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Sobre las imágenes, la voz en off explicaba su relación desde la infancia con los mosquitos, cómo la obsesionaba que la picaran primero a ella que a los demás, daba la explicación científica de esa preferencia que tienen los mosquitos, explicaba también que sólo pican las hembras (de ahí lo de mosquitas muertas) y otra cantidad de datos que no recuerdo sobre la vida de este insecto y las enfermedades que contagia.

No sé si habrá vendido bien sus fotos. Quizá sí; en el arte actual en general todo lo que tenga o esté hecho con sangre vende mucho, y lo mismo pasa con otros fluidos corporales. Me acuerdo de haber salido bastante perplejo de la galería, sin entender si eso era arte o no, si era una enorme estupidez o una genialidad. El asunto es que me cambió para siempre el modo que tengo de ver los mosquitos que se me acercan a picarme. Los veo enormes, monstruosos, voraces, sedientos de mi sangre y con su nota aguda a punto de hacerme estallar los tímpanos.

Me volvió a la memoria todo esto cuando vi en el noticiero el primer plano del mosquito hinchándose de sangre sobre el título “Epidemia de dengue en el Norte”. Habría que traer la muestra de esa colombiana al país, auspiciada por los ministerios de Salud de las provincias donde dejaron que resugiera el dengue hasta desbordar los hospitales, y donde trataron además de ocultarlo, quizá porque dengue suena un poco a Chagas, aunque no sea mortal como el Chagas, pero suena a rancho, a pobreza, y si hay pobreza que no se note.