Incluir a las mujeres en la historia del arte equivale a crear una historia feminista del arte? Demandar que se considere a las mujeres no sólo cambia lo que se estudia y lo que se vuelve relevante investigar, sino que también cuestiona en el plano político a las disciplinas existentes. A las mujeres no se las omitió debido a un olvido o al mero prejuicio: el sexismo estructural de la mayoría de las disciplinas académicas contribuye de manera activa a la producción y perpetuación de una jerarquización de género. Lo que aprendemos del mundo y sus pueblos obedece a un patrón ideológico que se condice con el orden social dentro del cual ese conocimiento es producido. Los estudios de mujeres no se ocupan sólo de las mujeres, sino de los sistemas sociales y los esquemas ideológicos que sostienen la dominación de los hombres sobre las mujeres dentro de otros regímenes de poder mutuamente influyentes, principalmente la clase y la raza.
Sin embargo, la historia del arte feminista tuvo su origen dentro de la historia del arte. La primera pregunta fue: ¿existieron artistas mujeres? Inicialmente se pensó en ellas en los términos definidos por los procedimientos y protocolos típicos de la historia del arte: la vida y obra de la artista (monografías), los conjuntos de piezas que conforman una obra (catálogos razonados), las cuestiones de estilo e iconografía, la pertenencia a movimientos y grupos artísticos; y, por supuesto, en términos de calidad. Pronto se hizo evidente que esa manera de pensar sería una camisa de fuerza que haría que nuestros estudios sobre artistas mujeres reprodujeran y aseguraran el estatus normativo de los artistas hombres y su arte, cuya superioridad permanecía sin ser cuestionada bajo el disfraz de las categorías de Arte y Artista. Ya en 1971, Linda Nochlin nos previno del callejón sin salida al que llegaríamos buscando versiones femeninas de Miguel Angel. El criterio de grandeza ya estaba definido por la masculinidad. La respuesta a la pregunta “¿por qué no ha habido grandes artistas mujeres?” no iba a ser ventajosa para las mujeres si manteníamos las ataduras de las categorías de la historia del arte, que ya especificaban por adelantado qué tipo de respuesta ameritaba semejante pregunta. Desde el punto de vista histórico, las mujeres no eran artistas significativas (aunque no podía negarse su existencia una vez que empezamos a desenterrar las pruebas) porque no tenían la semilla innata del genio (el falo) que es la propiedad natural de los hombres. (…)
Linda Nochlin pedía un cambio de paradigma. La noción de paradigma se había vuelto bastante popular entre los historiadores sociales del arte, que la tomaron prestada de La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn para dar cuenta de la crisis que a comienzos de los años setenta anuló las certezas y convenciones existentes en el campo de la historia del arte. Un paradigma define los objetivos compartidos dentro de una comunidad científica, lo que se propone investigar y explicar, sus procedimientos y límites. Es la matriz de la disciplina. Un cambio de paradigma ocurre cuando se descubre que el modo dominante de investigación y elaboración de explicaciones no logra dar cuenta satisfactoriamente de los fenómenos que esa ciencia o disciplina tiene la tarea de analizar.
A la hora de pensar la historia del arte de los siglos XIX y XX, el paradigma dominante ha sido la historia modernista del arte (...). Y no es que se trate de un paradigma defectuoso, sino más bien que ideológicamente puede constreñir el análisis al estipular lo que se puede o no discutir en relación con la creación y la recepción del arte. De hecho, la historia modernista del arte comparte con otras modalidades establecidas de la historia del arte ciertas concepciones clave sobre la creatividad y las cualidades suprasociales del mundo estético. Un claro indicio de la potencia de la ideología se ve en el hecho de que en 1974, cuando el historiador social del arte T. J. Clark publicó un artículo en el Times Literary Supplement en el que abría el debate desde una posición marxista, lo hizo bajo el título “Sobre las condiciones de la creación artística”.
Pasados algunos años, el término “producción” se volvería inevitable y el consumo ocuparía el lugar de la recepción, lo cual refleja la difusión, a partir de la historia social del arte, de categorías de análisis derivadas de los Grundrisse (Elementos fundamentales), la obra metodológica iniciática de Karl Marx. La introducción a ese manuscrito que salió a la luz recién a mediados de los años cincuenta ha sido una fuente clave para repensar el análisis social de la cultura. En la sección inicial, Marx intenta pensar cómo conceptualizar la totalidad de las fuerzas sociales, cada una de las cuales tiene sus propios y distintivos efectos y condiciones de existencia y, sin embargo, depende de las otras en el todo. Su mira está puesta en la economía política y por ello analiza las relaciones entre producción, consumo, distribución e intercambio, distinguiendo entre cada una de las actividades para poder abarcarlas como una instancia distinta dentro de una totalidad estructurada y diferenciada. Cada actividad se ve mediada por las otras instancias y no puede existir o completar su propósito sin las demás, dentro de un sistema en el que la producción tiene prioridad pues es la que pone todo en movimiento. Sin embargo, cada una tiene su propia especificidad, que la distingue dentro de esa totalidad no orgánica. Marx toma el ejemplo del arte para explicar cómo la producción de un objeto genera y condiciona su consumo (…).
Esa formulación barre con la narrativa típica de la historia del arte según la cual un individuo virtuoso (hombre) crea, a partir de su necesidad personal, una obra de arte concreta que luego sale del lugar privado de creación para abrirse al mundo, donde será admirada y atesorada por los amantes del arte que expresan la capacidad humana de valorar los objetos hermosos. La disciplina de la historia del arte, como la crítica literaria, naturaliza esos supuestos. Lo que se nos enseña es cómo apreciar la grandeza del artista y la calidad de los objetos artísticos.
Ese tipo de ideología es refutada por la idea de que debemos estudiar la totalidad de las relaciones sociales que dan forma a las condiciones de producción y consumo de los objetos designados en ese proceso como “arte”. Al escribir sobre el cambio de paradigma en la crítica literaria, disciplina relacionada con la historia del arte, Raymond Williams observa: “Lo que me llama la atención es que casi todas las formas contemporáneas de teoría crítica son teorías sobre el consumo. (…) se preocupan por comprender un objeto de manera tal que resulte provechoso y pueda ser correctamente consumido” (Base and superstructure in Marxist cultural theory”, en Problems in Materialism and Culture, Londres, Verso, 1980, p. 46).
El enfoque alternativo es tratar a la obra de arte no como un objeto, sino como una práctica. Williams recomienda analizar en primer lugar la naturaleza y después las condiciones de una práctica. Así, daremos cuenta de las condiciones generales de producción social y de consumo que prevalecen en una sociedad puntual, procesos que en última instancia determinan las condiciones de una forma específica de actividad y producción social: la práctica cultural. Pero entonces, dado que todas las actividades que colaboran en la formación de una sociedad son prácticas, podemos movernos con considerable sofisticación de la básica formulación marxista de que todas las prácticas culturales dependen y son reducibles a prácticas económicas (la famosa idea de la relación base-superestructura) a la concepción de una totalidad social compleja en la que operan muchas prácticas interrelacionadas que constituyen y en última instancia se ven determinadas dentro de la matriz de esa formación social que Marx formuló como el modo de producción. En otro ensayo, Raymond Williams sostiene: “El enfoque fatalmente erróneo de cualquiera de esos estudios consiste en partir del supuesto de órdenes separados, como cuando suponemos por costumbre que las instituciones y convenciones políticas pertenecen a un orden diferente y autónomo de las instituciones y convenciones artísticas. La política y el arte, junto con la ciencia, la religión, la vida familiar y las demás categorías que caracterizamos como absolutos, corresponden a todo un mundo de relaciones activas e interactuantes (…). Si partimos de la textura total, podemos proseguir con el estudio de las actividades particulares y sus conexiones con otros tipos. No obstante, solemos comenzar con las categorías mismas, lo cual ha llevado una y otra vez a una supresión muy perjudicial de las relaciones” (The Long Revolution, Harmondsworth, Penguin, 1980 [1961], p. 55-56). Williams formula así uno de los principales argumentos sobre metodología propuestos por Marx en los Grundrisse. (…)
*Historiadora e investigadora. Traducción de Azucena Galettini.