Arturo Illia representa el ejemplo de lo que la ciudadanía reclama en la actualidad. Decencia, ética y gestión. Esto ha sido reflejado en el ranking de honestidad que se realiza anualmente en nuestro país, y no es casualidad. En la última década hemos padecido un gobierno que destruyó todo el tejido institucional para consagrar un modelo de gestión opaco donde la corrupción no fue un fenómeno aislado sino más bien el objeto del mismo.
Ante el hecho de un diputado del Frente para la Victoria y funcionario clave del gobierno anterior revoleando un bolso con nueve millones de dólares en un convento, o las imágenes de individuos que se hicieron empresarios al calor del poder contando montañas de dinero con máquinas extenuadas, se conmemora un aniversario del golpe a uno de los presidentes más honestos que dio nuestro país.
El cargo público como una carga, como un profundo compromiso donde el que lo ejerce tiene que sacar todo lo bueno que tiene para reproducir esa misma actitud en la sociedad. El carácter pedagógico del Estado. Illia concibió la primera magistratura de esa manera, como una suerte de espejo virtuoso donde el accionar ético de las conductas se reflejara recíprocamente en ese vidrio laminado.
El contexto del golpe de 1966 se caracterizó por la violencia política, la intolerancia y el corporativismo. Las ideas republicanas y democráticas estaban lamentablemente en retroceso.
Los sindicalistas, con Augusto Timoteo Vandor a la cabeza, entablaron tratativas con el general Juan Carlos Onganía para que éste encabezara la “revolución”. Con ese pomposo nombre denominaron a un movimiento que no era más que un golpe militar clásico contra un gobierno constitucional.
Illia siempre fue el mismo. En el “llano”, ejerciendo su profesión como médico de pueblo, y en el poder, preocupado por el duro diagnóstico que padecía nuestra sociedad. Una comprobación fáctica en cuanto a ejercicio del poder es que éste cambia a las personas. Abunda la literatura en este sentido, sin embargo a él no lo cambió. El poder no pudo. La ética de la convicción fue más fuerte que el poder. Una excepción que engrandece su figura aún más.
“La corrupción democratiza la política”. Con esta frase se pretendió justificar el desvío de fondos públicos a cuentas personales. Illia es el contraejemplo. Lo que democratiza a la política es la honestidad, es la conjugación entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción para llevar adelante un proyecto de cambio que involucre a todos los argentinos.
Esa conjunción entre honestidad y gestión pública hizo del gobierno de Illia un ejemplo a imitar siempre. Su trascendencia se materializa en tendencias actuales de gestión. Con la anulación de oscuros contratos petroleros llevó adelante una agenda anticorrupción; con la eliminación de los gastos reservados se anticipó al concepto actual en boga: el de acceso a la información.
Además pueden nombrarse algunas acciones importantes como el Plan Nacional de Desarrollo, la Ley de Medicamentos, que intentó fragmentar un mercado oligopolizado, y la inversión en educación que marcó un récord histórico.
El republicanismo democrático que propuso para siempre Arturo Illia es la contracara del populismo que moviliza a la ciudadanía a partir de ejes dicotómicos, excluyentes, al solo efecto de absorber a otros poderes para quedarse con todo. La concepción política de Illia es el antídoto ante los autoritarismos modernos.
Arturo Illia es el modelo del equilibrio, de la diversidad y la tolerancia. De la democracia entendida como generador permanente de consensos. Eso es Illia, y eso es el proyecto histórico del radicalismo.
La Argentina latente mucho necesita de ellos.
*Presidente del bloque Suma+ ECO.