Nunca fuimos muchos: éramos tan sólo unos cuantos centenares, de demasiados miles de deportados, los que hace treinta años trajimos de vuelta a Italia y expusimos ante el atónito estupor de nuestros seres queridos (quienes todavía los conservaban) el número azulado de Auschwitz tatuado en el brazo izquierdo. De modo que era verdad lo que contaba Radio Londres; era verdad, al pie de la letra, lo que había escrito Aragon, “marqué comme un bétail, et comme un bétail a la boucherie” [“marcado como ganado, y como ganado en la carnicería”]. (...)
Fue a nosotros (y no por nuestras virtudes) a quienes nos correspondió vivir una experiencia fundamental, y aprender un par de cosas sobre el hombre que sentimos la necesidad de divulgar.
Pudimos darnos cuenta de que el hombre es un sojuzgador: y de que lo sigue siendo, a pesar de milenios de códigos y tribunales. Muchos sistemas sociales se proponen refrenar ese impulso hacia la iniquidad y el atropello; otros, en cambio, lo alaban, lo legalizan y lo señalan como extremo objetivo político. Sistemas como ésos pueden ser tachados, sin forzar en absoluto los términos, de fascistas: conocemos otras definiciones de fascismo, pero nos parece más exacto y más conforme a nuestra experiencia concreta definir como fascistas exclusivamente a los regímenes que niegan, en la teoría o en la práctica, la fundamental igualdad de derechos entre todos los seres humanos; ahora bien, dado que el individuo o la clase cuyos derechos son negados raramente se resigna, en los regímenes fascistas se hace necesaria la violencia o el fraude. La violencia, para eliminar a los opositores, que no suelen faltar; el fraude, para confirmar a sus leales que el ejercicio de la injusticia es loable y legítimo, y para convencer a los atropellados (dentro de los límites, que tan amplios son, de la credulidad humana) de que su sacrificio no es un sacrificio, o bien de que es indispensable en aras de algún propósito indefinido y trascendente.
Los distintos regímenes fascistas difieren entre sí por la prevalencia del fraude o de la violencia, respectivamente. El fascismo italiano, primogénito en Europa y en muchos aspectos pionero, sobre la base originaria de una represión relativamente poco sangrienta erigió un colosal edificio de mistificación y de fraude (quien estudió en el período fascista conserva un hiriente recordatorio de ello) cuyos efectos aún permanecen. El nacionalsocialismo, beneficiándose de la experiencia italiana, alimentado con lejanos fermentos bárbaros y catalizado por la personalidad infernal de Adolf Hitler, apostó por la violencia desde el principio, y redescubrió en el campo de concentración una vieja institución esclavista, un instrumentum regni dotado del potencial terrorista que se deseaba, y avanzó por esa senda con increíble rapidez y coherencia.
Los hechos son (o deberían ser) bien conocidos. Los primeros Lager, apresuradamente puestos en marcha por las SA de inmediato, a partir de marzo de 1933, tres meses después de la llegada de Hitler a la Cancillería; su “regularización” y multiplicación, hasta llegar a ser más de cien en vísperas de la guerra; su monstruoso crecimiento, en número y extensión, coincidiendo con la invasión alemana de Polonia y de la franja occidental de la URSS, que albergan “las fuentes biológicas del judaísmo”.
A partir de estos meses, los Lager cambian de naturaleza: de instrumentos de terror e intimidación política pasan a ser “molinos de huesos”, instrumentos de exterminio a escala millonaria (cuatro sólo en Auschwitz), que se organizan industrialmente, con instalaciones de intoxicación colectiva y hornos crematorios tan grandes como catedrales (hasta 24 mil cadáveres quemados al día tan sólo en Auschwitz, capital del imperio de los campos de concentración); más adelante, en concomitancia con los primeros reveses militares alemanes y la posterior escasez de mano de obra, tiene lugar una segunda transformación, por la que, al objetivo final (nunca repudiado) del exterminio de los opositores políticos, se añade el objetivo paralelo de la formación de un gigantesco ejército de esclavos, no retribuidos y forzados a trabajar hasta la muerte.
En aquel momento, el mapa de la Europa ocupada provoca escalofríos: sólo en Alemania, los Lager propiamente dichos, es decir, aquellos de los que normalmente no se sale con vida, son centenares, y a estos hay que añadir los miles de campos destinados a otras categorías: piénsese que sólo los soldados italianos internados eran alrededor de 600 mil. De acuerdo con la evaluación de Shirer, la mano de obra forzada en Alemania ascendía en 1944 por lo menos a nueve millones.
Los campos no eran, por lo tanto, un fenómeno marginal: la industria alemana se basaba en ellos; eran una institución fundamental de la Europa teñida de fascismo, y por parte de los nazis no se ocultaba que el sistema se mantendría, mejor dicho, se extendería y se perfeccionaría, si el Eje se alzaba con la victoria. Estribaba en ello la plena realización del fascismo: la consagración del privilegio, de la no igualdad y de la no libertad.
Incluso dentro de los Lager se estableció, o mejor dicho, se instauró deliberadamente un sistema de autoridad típicamente fascista: una rígida jerarquía entre los prisioneros, en la que el máximo poder correspondía a los que menos trabajaban; todas las investiduras, hasta las más ridículas (barrenderos, pinches, guardias nocturnos) provenían de lo alto; el súbdito, es decir, el prisionero sin grados, carecía totalmente de derechos; y ni siquiera faltaba una siniestra ramificación de la policía secreta, en forma de una gran variedad de delatores y espías. En definitiva, el microcosmos del campo reflejaba fielmente el tejido social del Estado totalitario, donde (al menos en teoría) el Orden reinaba soberano: no había lugar más ordenado que el Lager. No pretendo decir en modo alguno que nuestro pasado nos lleve a detestar el orden en sí mismo, sino más bien aquel orden, porque era un orden sin ley. (...)
El fascismo es un cáncer que prolifera rápidamente, y su regreso nos amenaza: ¿es mucho pedir que nos opongamos a él desde el principio?
*(1919-1987) Químico y deportado a Auschwitz. Autor de Así fue Auschwitz, editorial Paidós.