En su primera homilía en español, el papa Francisco sugirió “podar la lengua”. No se refería a Tiempo de revancha sino al lenguaje; instó a sus fieles a cuidar el tono, recordando un pasaje bíblico según el cual quien maldice merece el infierno. Como el infierno –si existiera– ya me lo gané hace rato por otros motivos, sólo puedo ponerme contento: voy a estar bien acompañado. Lo mejor del catolicismo es que te da opciones. Podés pasar la eternidad con Hunter Thompson, James Joyce, Julia Louis-Dreyfus y Madonna. O podés tomar mate para siempre con el Papa, Macri, Massa, Donnie Osmond y John Tesh. Gracias, ya elegí. (Es cierto que mi infierno también está habitado por Aníbal Fernández. Pero el verdadero problema no es la existencia de gente como él sino la escasez de personas más o menos normales. Esto vale para la vida terrenal también, y para la Argentina vale doble).
Desde esta columna insultamos varias veces para llamar la atención, o porque no quedaba más remedio. Le concedemos al Papa que no sirvió para nada; mis ganas de insultar decrecen en proporción a la reserva de esperanzas que me quedan. Pero sigo defendiendo el uso de improperios cuando nos permiten nombrar y entender algo que nos resultaba inaccesible. A las instancias anteriores de bullshit y mindfucking quiero sumar hoy la denominación que Aaron James, filósofo recibido en Harvard, propone en su nuevo libro Assholes, a theory.
No es fácil traducir asshole. El diccionario no sirve: ofrece “gilipollas”, “pendejo”, “cabrón” y “mamón”, además del literal agujero del culo. Recurriendo a la sabiduría colectiva de Twitter obtuve: “imbécil”, “pelotudo”, “idiota”, “hijo de puta”, “Filmus”, “chupaculos”, “sorete”, “conchudo” y “forro”. Las dos últimas se acercan más, sobre todo la que remite al uso británico de cunt, que es más bestial pero se parece bastante al que James elige para asshole. La definición es muy simple: alguien que se permite sistemáticamente privilegios especiales, convencido de que es su derecho, y por lo tanto sordo a la protesta de los otros. El asshole se cuela en la fila, te roba el taxi, se compra una máquina para imprimir billetes, fue ministro kirchnerista y hoy es candidato porque quiere más.
Además de enseñar en UC Irvine, Aaron James hace surf. Su libro le debe tanto a Harry Frankfurt como al surfista que quiere todas las olas para él, modelo inspirador de asshole a partir del cual James elabora una descripción que ocupa la mitad del libro. La otra mitad, más interesante, investiga nuestras posibilidades de respuesta. Aunque James menciona al pasar a Ahmadinejad y Chávez como ejemplos de asshole en situación de liderazgo, su preocupación no es tanto qué hacer ante la opresión de los poderosos sino ante la de nuestros propios pares. Traducido: a James no le interesa el kirchnerismo sino su sostén, especialmente cuando se trata de gente muy parecida a uno y hasta, a veces, de nosotros mismos.
Es simple impugnar moralmente al empresario que se rinde ante Moreno, a los actores que asisten al discurso de Cristina, pero no resuelve mucho. Sabemos qué (deberíamos) hacer con funcionarios que delinquen, pero no sabemos cómo vivir con gente que no respeta reglas que creíamos esenciales. En nuestro caso es una diferencia importante, porque esa gente es mayoría, y va a seguir existiendo cuando el gobierno sea otro.
Otro día, con más tiempo, veremos cómo el modelo de “capitalismo de assholes” que describe James puede ayudarnos a entender lo que pasó en Argentina en las últimas décadas.
Por ahora, a diferencia del Papa, celebro que en la academia –Frankfurt, McGinn, James– hayan empezado a putear un poco. Porque tienen derecho y es novedoso. Es el equivalente de un camionero leyendo Proust, cómo nos va a molestar eso. Pero, además, porque reconocer qué es lo que nos frustra es esencial para encontrarle la vuelta. Hoy son insultos, mañana serán categorías, habremos aprendido qué hacer con ellas, y para insultar usaremos otra cosa.
*Escritor y cineasta.