A mediados de los años 80, a lo largo de tres meses o de cuatro, practiqué el justicialismo (lo practiqué o lo ejercí, no sé cómo expresarlo. Debería decir así, sin más: “fui peronista”; pero, por lo visto, no me sale). Fueron semanas plenas de enjundias y efervescencias, de mitos y de taxatividad. Mi papá, con impaciencia, intentaba disuadirme, y dedicamos unas cuantas noches al hábito, hoy desprestigiado, del debate político en familia, con acaloramientos y mutuo desdén. Me atraía ese peronismo en la oposición, firme en apariencia al contrastar con los vaivenes tan típicos del radicalismo.
Vociferé la marcha en algún acto vespertino, y cánticos al tono en la bandeja media de la tribuna de Casa Amarilla. Tiempo después, sin embargo, decliné este pero-nismo. Las lecturas de la universidad, las clases con David Viñas y con Beatriz Sarlo, me fueron apartando del General y de Eva, de Cafiero y de Manzano. Progresista nunca he sido, es cosa que me resultó siempre ajena; pero me fui haciendo de izquierda con los libros de Lukács y de Gramsci, de Althusser y de Theodor W. Adorno, de Sartre y de Bertolt Brecht; con lo que Marx y Engels dijeron de Balzac; con lo que Lenin escribió sobre Tolstoi, y Pierre Macherey sobre Lenin; con lo que Trotsky les señaló a los formalistas rusos, lo que intentó hacer con André Breton.
De aquella experiencia juvenil justicialista, breve pero intensa, me ha quedado, hasta hoy, esta fuerte huella: la del rechazo del antiperonismo visceral. Esa clase de ciego fanatismo me es menos soportable que aquel otro fanatismo, al que se opone en simetría y del que, no sé por qué, se cree mejor o más sensato. El odio antiperonista me apabulla; nos consta que puede llevar al delirio o a la discriminación artera incluso a figuras que admiramos (a Borges, que felicitó a Videla, o a Cortázar, que vio monstruos en los pobres).
¿Cómo modular una crítica certera de los límites ideológicos del peronismo sin deslizarse penosamente hacia las taras del antiperonismo ciego? Intenté encontrar una respuesta a esta pregunta entre los brillantes integrantes de la revista Contorno, que se plantearon con limpidez la cuestión en el número doble (7-8) de la revista, publicado en julio de 1956. Leí esos textos críticos entrando ya en los años 90, es decir, en el menemismo, esa etapa en la que el peronismo se integraba con lo otro de sí (con el almirante Rojas, con Alsogaray, con el sucesor de Braden, con el tilinguerismo).
En estos días de fin de ciclo, creo notar que se fue activando entre nosotros un imaginario made in ’55: el imaginario de una épica de civismo republicano en lucha contra el fascismo imperante; el de la restauración de un orden estrictamente regulado contra los desbordes del populismo demagógico; la fantasía abolicionista de borrar de la faz de la tierra al régimen recién acabado, su lenguaje, sus nombres, su recuerdo; la fantasía correspondiente de entrar en una era de resistencia, años de esperar y de soportar, con la consigna latente de un “volveremos”.
Todas estas semejanzas puede que sean, en última instancia, menos reales que imaginadas. Pero, ¿de qué está hecha la realidad política, en buena medida, sino de eso que se imagina: de los miedos, los deseos, de los modos de figurarse el mundo? De esas mismas semejanzas brotan, en cualquier caso, insoslayables, las evidentes diferencias. No es igual que el ’55: se acaba, en efecto, una era, pero esta vez sin bombardeo aéreo ni cañoneras apuntando desde el río hacia acá; hay afán de deshacer y revertir, pero esta vez sin censuras ni persecuciones; hay una ilusión de retorno, pero esta vez sin clandestinidad ni proscripción.
No son diferencias menores, por supuesto: son mayúsculas. Pero definen, en lo que tienen de distinto, un hueco histórico imaginario. ¿Cómo pasar de una cosa a la otra? ¿Cómo enlazar una etapa con la siguiente? Acaso todo el sainete del traspaso de mando podría estar expresando esa diferencia cualitativa con la historia. Diferencia positiva, alentadora, por más que haya asumido la forma neta del papelón; histeria de Balcarce 50 o de Rivadavia y Callao, vaivén de banda y de bastón en vilo, despechos de allá no voy y acá te espero.