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tesoros

Autoridad indiscutible

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Son tan útiles, tan sabios, tan completos, tan a veces inesperados, que una cree que son eternos y que quizá nacieron el día aquel en el que por fin fuimos humanos, el día, por supuesto, en el que el lenguaje apareció en la vida de esos seres tan raros.

Pero no.

A poco que una se interese por la cuestión, se entera de que aparecieron bastante tarde. ¿Cómo de qué estoy hablando? ¡Pero de los diccionarios, querida señora! ¿Usted no se había dado cuenta? Será, o que yo soy muy torpe o que usted todavía está medio dormida. De los diccionarios. De esos librotes que empiezan a pesarnos en los años últimos de la primaria y que ya no nos abandonan nunca. No sé usted, estimado señor, pero yo alcancé a conocer aquellos diccionarios, generalmente editados por Larousse o por Knopf que campeaban en todas las casas de clase media.

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Después los hijos y las hijas empezaban la facultad y enfrentaban sus propios diccionarios. Maravillosos textos, no me diga que no. Yo soy una entusiasta defensora de los diccionarios. Lo cual no quiere decir que, como pretendía uno de mis tíos abuelos, yo escriba sólo con palabras que figuran en “el” diccionario, sea Larousse, Knopf o lo que fuere. Soy una entusiasta pero no me la creo. Sé que el lenguaje nace y crece y muere de abajo para arriba y no al revés: vienen los neologismos, los préstamos y robos a otros idiomas, las jergas, los inventos, lo que hablan los jóvenes y los más que jóvenes. Todo sirve, se lo aseguro. Después y sólo después vienen los diccionarios y aceptan o rechazan. Generalmente aceptan, por suerte. Y es entonces cuando santifican y mis tíos abuelos se sienten satisfechos desde allá, el cielo de los tíos y las tías. Menos mal. Porque para mí que cuando empezó todo esto, cuando los diccionarios eran sólo “Tesoros de la lengua”, los viejos se inclinaron y empezaron a pensar con fruición en una autoridad indiscutible, la del diccionario.