Para morirse ningún día es bueno, lo preferible es vivir para siempre. Pero no dejo de preguntarme si para el pobre Manuel Belgrano, tan mortal como cualquiera, fue una suerte o una calamidad morirse así: en pleno junio. En el billete de diez pesos leo que tenía cincuenta años, nada más; sabemos, porque es historia, que hubo tres gobernadores ese día en Buenos Aires, es decir que, para variar, reinaba el caos; sabemos, porque es tradición, que ni las frazadas que lo cobijaban eran suyas. En resumen, una desgracia. Desgracia morirse, antes que nada, y desgracia morirse así, para peor.
Al haber ocurrido en junio, sin embargo, y en junio el día 20, cada cuatro años el aniversario de ese fallecimiento coincide con el despliegue
de los fervores mundialistas. La más famosa creación belgraniana, la bandera idolatrada, la enseña que Belgrano nos legó, cunde por doquier en estas circunstancias: el país entero, o casi, se envuelve en ella, la cuelga, la enarbola.
Carente de semejantes pasiones, quisiera yo poder discernir si con tales manifestaciones, hoy de nuevo completamente en boga, se está devaluando el patriotismo, reduciéndolo a puros simbolismos, a una mera cáscara de fanatismo que oculta la falta de un patriotismo verdadero; o si, por el contrario, el patriotismo en sí mismo no es otra cosa que eso: simbolismo, fanatismo y cáscara, que oculta la falta de una comunidad de otra especie, más igualitaria, más justa, más genuina, mejor. Veré de pensarlo durante el próximo partido.