Cuando en 1993 Norma Aleandro me propuso hacer la versión teatral de Escenas de la vida conyugal de Ingmar Bergman, no lo dudé un instante. Y menos aún cuando decidimos que el actor ideal para acompañarla en ese proyecto no podía ser otro que Alfredo Alcón, con quien a pesar de ser pareja durante varios años y muy amigos, nunca habían compartido un escenario. Tener entonces a esos dos intérpretes geniales juntos por primera vez, en una obra del sueco más famoso después de Alfred Nobel, me auguraba una temporada teatral de aquellas que quedan en el recuerdo. Y no me equivoqué. Fue un éxito enorme de dos temporadas en el teatro Blanca Podestá (hoy Multiteatro) matizadas por una gira excepcional por el interior del país. El día del estreno abrimos la boletería con una cola de gente que llegaba a la esquina de Talcahuano y se prolongaba prácticamente hasta Lavalle. Trabajamos con teatro lleno las dos temporadas –igual que en la gira–, y como el Blanca Podestá tenía compromisos asumidos y no podíamos seguir allí, fue el disparador que me llevó a tomar el teatro Maipo –que luego terminé comprando– para que la obra pudiese tener un final como merecía. Y así fue.
Escenas de la vida conyugal tuvo su temporada final en el mismo escenario donde no sólo se habían estrenado las revistas más lujosas e impactantes de la época de oro del género, sino donde también doña Lola Membrives había estrenado Bodas de sangre con la presencia de Federico García Lorca en la platea. Dicho por los representantes de Bergman, ninguna otra versión en el mundo recaudó tanto dinero ni estuvo tanto tiempo en cartel como ésta que protagonizaron Norma y Alfredo.
Pasaron veinte años desde entonces, durante los cuales la idea de reponer en algún momento esa obra nunca dejó de darme vueltas por la cabeza. En el ínterin, el Maipo tuvo enormes éxitos y contundentes fracasos, volvimos a trabajar con Norma y con Alfredo juntos en Largo viaje del día hacia la noche, de O’Neill, con Norma y Marrale en El juego del bebé de Albee y con Norma en su unipersonal Sobre el amor y otros cuentos sobre el amor y en Master Class de MacNally –que volvimos a reponer 15 años después, casi con el mismo elenco– pero siempre con la idea latente de volver sobre la obra de Bergman alguna vez, pero eso sí, ya con Norma como directora.
Sólo necesitábamos encontrar el elenco ideal. Que nos causara la misma sensación que nos dio el escuchar juntos los nombres de Norma y Alfredo. Y no era fácil. Hasta que apareció la posibilidad de Ricardo Darín. Recuerdo que así como nos llevó más de un año convencer a la entrañable Niní Marshall para que se decidiera a hacer Y… se nos fue redepente en El Gallo Cojo en la época del café concert, nos costó casi tres conseguir que Ricardo –que sí estaba convencido de hacer la obra– pudiera encontrar un hueco lo suficientemente amplio entre sus innumerables compromisos cinematográficos para encarar el proyecto que también lo tenía fascinado. Hasta que apareció el momento y sólo quedaba elegir a la actriz. Y ahí fue el segundo gran acierto. Confiar en la propuesta de Ricardo que apostaba sin dudar al talento de Valeria Bertuccelli. Nadie se equivocó.
Pocas veces se ve una química semejante entre dos actores que tienen que compartir durante noventa minutos un escenario, solos, con mínima escenografía y relatándonos una historia de amor tan profunda, divertida y lacerante a la vez, como la que brinda esta versión de Escenas de la vida conyugal.
Me animo a decir que Ricardo está haciendo uno de sus mejores trabajos como actor, dotando a su personaje no sólo del encanto característico que todos esperan, sino también de un dramatismo y una fuerza arrolladora. Y Valeria no le va en zaga, componiendo a esta mujer que se nos muestra vulnerable, aparentemente frágil, pero de una entereza impresionante a la hora del debate.
Y así como estaba seguro de que esta reposición veinte años después iba a ser tan exitosa como resultó, con más de siete mil localidades vendidas y funciones agotadas para las dos primeras semanas, creo firmemente que si dentro de otros veinte años volviera a ponerse en escena con el elenco adecuado, sucedería lo mismo. Por una sencilla razón: esta obra tiene el magnífico don de hacer que todos los espectadores, ya sea que estén de novios, casados, divorciados y vueltos a casar, se identifiquen por lo menos con uno –si no con todos– de los muchos momentos que se representan de la vida de sus personajes Juan y Mariana.
Y el gran secreto de la magnífica puesta tanto de la primera como de la segunda versión consistió en haber traducido el mismo espíritu nórdico, profundo y denso, casi exento de humor, que originalmente tenía, a nuestra modalidad tan latina de ver y hacer las cosas. Resultado: el público en el teatro se ríe y disfruta del comienzo al fin, con las mismas vicisitudes que seguramente sufre o sufrió alguna vez con su pareja y en su propia casa.
*Productor teatral.