No soy fanático del baile, lo reconozco. Cuando veo gente bailar para distenderse no sé bien qué pensar. Es una práctica que a veces cobra sentidos estrambóticos: los All Blacks bailan para intimidar al oponente, las abejas danzan con fines puramente prácticos, los tangueros bailamos para apuntalar una tradición.
Una vez, Constanza Macras, la coreógrafa argentina radicada en Berlín, accedió a darnos unas horas de clases. Constanza sabe mucho de actores que no son bailarines y nos mostró cómo cada cuerpo “cree” algo sobre sí mismo, tiene una tendencia que el cerebro luego aloja como una capa de barro, como algo nunca dicho, con lo que se construye una idea formal de sensualidad, de identidad, que es irrepetible y misteriosa. Soderos, asistentes dentales, gobernadores: todos somos bailarines virtuosos cuando damos en el clavo de esa singularidad.
De pronto, Sáenz se retira hacia atrás rumiando adelantado su renuncia y su traición, Lilita clava el codo sobre el canto de una mano y la cara sobre el canto de la otra en un gesto candado que significa sonriendo “no pienso menearme al son de ningún eslogan tropicalizado”, los demás se acovachan y el escenario queda ancho para que el presidente electo baile solo, como si en el mero movimiento fuera a haber menos peligro que en las palabras, los dichos y los hechos. Todos lo vimos. Nadie en su entorno le dijo que no. No hay nada objetivo que juzgar sobre este espectáculo innecesario y nada tengo en contra de la alegría que conduce al baile. Pero sólo pude recordar con amargura a esos vendedores de cursos de inglés en el instituto donde trabajaba de joven, que tocaban la campana de los viernes con tensa y mal ensayada algarabía cuando lograban venderle un curso a alguien.
El baile que no tiene gracia –y que puede cobrar forma aterradora, de ceremonia exorcista en iglesia brasileña– es el de la empresa.