En la alegoría de la caverna, Platón describe a hombres trabajando toda su vida encadenados en una caverna de tal modo que veían sólo sus sombras en el fondo. Imposibilitados de mirarse a sí mismos estaban convencidos de que tales proyecciones eran la realidad. Acaso lo mismo nos ocurre a los argentinos: nos cuesta mirarnos a nosotros mismos. De hacerlo, la imagen no nos gustaría: ríos convertidos en cloacas abiertas, bosques y montes naturales destruidos por el estilo de expansión agropecuaria, hasta pasteras que utilizan cloro elemental, la técnica más sucia. Y es que en las paradojas de la globalización lo bueno y lo malo van de la mano: el crecimiento en países como el nuestro y el Uruguay se paga caro: el capital fluye donde los costos ambientales y sociales son más bajos. Las naciones en desarrollo que atraen inversiones lo hacen a costa de gran laxitud en sus marcos legales ambientales. A su vez el abaratamiento en la movilidad territorial de los procesos productivos, resultado de las nuevas tecnologías, sujeta a gobiernos que quieren hacer los deberes, al chantaje de compañías que en un cambio de localización dejarían a miles en la calle, en países que conocen bien el desempleo estructural. El cordero del sacrificio acaba siendo siempre la naturaleza.
La cuenca del Plata de la que el río Uruguay es parte, es un entramado de tierras y aguas habitado por actores sociales que al transformar el ambiente entran en relaciones de complementariedad o conflicto, sean o no conscientes de ello: la construcción de una gran represa o una pastera puede significar agua, energía y trabajo para un sector de la población en una parte de la cuenca, pero la disminución o contaminación del flujo hídrico aguas abajo y a cientos de kilómetros genera problemas de abastecimiento en comunidades pesqueras o rurales. Pero los conflictos por el uso del agua se dan más sobre ejes sociales que internacionales y en su originalidad hasta pueden enfrentar a pobres contra pobres: miles de obreros trabajan en fábricas de aluminio y autopartes que se beneficiaron con bajos costos de electricidad luego de la construcción de Itaipú, sin embargo, el fuerte impacto sobre la economía de productores agropecuarios y pueblos originarios ha sido objeto de protestas, no sorprende que tanto entre los beneficiados como los perjudicados había gente de países distintos. Tampoco la nacionalidad de quienes hace poco marcharon en Misiones por los “ríos libres” contra la construcción de la represa Garabí –sobre precisamente el río Uruguay– que inundará 90 mil hectáreas y desalojará 13 mil personas. Había brasileros y argentinos, que como los asambleístas con sus legítimos reclamos, perciben el lado negativo de las obras. UPM (ex Botnia) produce trabajo para mucha gente, y también contaminación, pero que no va expresamente dirigida a nosotros y sobre cuyos niveles reales hay controversia. También la padecen uruguayos aguas abajo en Nueva Palmira y en Fray Bentos. Pero, como el hombre en la caverna, y de las cavernas, somos prisioneros de un peligroso discurso ambiental que en lugar de conducir a interpelarnos por nuestro propio modelo de desarrollo y su sustentabilidad, invisibiliza el conflicto social que genera la relación entre crecimiento y ambiente, magnificando su dimensión internacional. Esto no quiere decir que no haya que hacer cumplir el tratado del río Uruguay e impulsar las inspecciones conjuntas de CARU. Pero bajándole el tono al conflicto. Durante los cortes en los dos puentes más importantes, la distancia entre Santiago de Chile y San Pablo, eje principal del transporte automotor de cargas del Mercosur, se incrementó en 520 kilómetros para los tramos vía Montevideo y en más de 200 para tramos directos, un golpe a la competitividad en la región. Una imagen –sobre todo si es satelital– vale más que mil palabras, las de la cuenca del Plata, muestran una franja negra de unos 5 kilómetros de ancho desde la costa de Buenos Aires, que se extiende de norte a sur desde la desembocadura del Luján en Tigre hasta la ciudad de La Plata, indicando niveles alarmantes de polución. Del lado uruguayo, desde la costa de Salto pasando frente a Fray Bentos y hasta el océano: sólo sedimentos en suspensión. Hay que ponerse en los zapatos del otro, avasallados por un vecino gigante que da cátedra de cuidado del ambiente, pero con su jardín –alguna vez digno de envidia– hecho un desastre, cuestionándoles el mismo estilo de crecimiento que tienen en casa y como si fuera poco, a ellos, que siempre trataron mejor el jardín propio.
*Licenciado y profesor en Geografía de la UBA. Magister Universidad de Nueva York.