Edward Lorenz intentaba predecir el clima, pero su computadora era muy lenta, y la cantidad de variables involucradas (vientos, presión, humedad, corrientes) lo obligaba a una ecuación cuyos resultados tardaban días enteros. En el ocio de cálculos farragosos, una vez, mientras se hacía un café, decidió poner tres decimales en vez de solo dos. Grande fue su asombro al día siguiente cuando descubrió que, con una alteración infinitesimal, el resultado no era ni parecido. Esto ocurre cada vez que se utilizan cálculos iterativos (o efecto mariposa). Al igual que nuestros abnegados climatólogos argentos, que han debido agregar dos tonos de grises a la alerta roja de sus mapas para explicar este marzo del demonio), Lorenz no pudo predecir el clima, pero acabó por descubrir involuntariamente los fundamentos de la teoría del caos.
Años más tarde, el filósofo y escritor argentino Michel Nieva, quien se está doctorando en Nueva York con una tesis sobre filosofía y tecnología, o cambio climático, no entendí, recala en Buenos Aires para presentar su novela La infancia del mundo. La editó Anagrama, y es un dispositivo múltiple para disparar preguntas que me recuerda inmediatamente a estas bifurcaciones literarias que provoca la teoría del caos cuando se toman más decimales de los estrictamente necesarios en las líneas discursivas de Sarmiento, Mansilla, Echeverría, Borges, Bioy, José Hernández, Lamborghini y se las combina con videojuegos, zócalos de Crónica, creencias qom, rabia anarco punk. Dice Fernando Bogado, con razón: “Michel Nieva no es el mejor escritor de su tiempo, es el único, casi, porque se atreve a armar un dispositivo perfecto para organizar un caos de probabilidades imposibles de detener”. La iteración que desata Nieva con sus libros recientes ya es imparable.
La tierra se ha inundado, solo son habitables (a medias) el Caribe Pampeano (las playas –otrora desiertos– que recorrió el Gral. Mansilla) y el Caribe Antártico, en posesión de Inglaterra. Un niño mosquito mutante debe hacer frente al bullying de sus compañeros, sin saber que es quien desatará un apocalipsis definitivo que habrá de cambiar la historia entre indios y cristianos, entre extractivistas y traficantes, entre religión y virtualidad. Es inútil citar el riguroso argumento de esta novela, que no es sino un punteo de asuntos filosóficos presentados con la técnica de una prosa desquiciada: la violencia sempiterna, las virofinanzas (especulación financiera basada en la explosión de nuevos virus), los ovejines (sexo con anos mutantes traficados para el placer patriarcal), el fin del holoceno, la nostalgia del frío, la terraformación de Marte en manos de los millonarios. Philip K. Dick reducido a un guisante.
Bajo la mosquitósfera (capa infecta entre la estratósfera y la atmósfera), al menos dos ideas me retumban en la noche. Una es la de la ignorante superstición de que la Tierra es irrepetible: un capitalismo contaminante la puede reproducir en otro lado. La otra, que la literatura argentina es una eterna inutilidad que siempre está empezando. Joven, viejísima, reinventada.