Estoy en Lucerna, en Suiza, en medio de una cosa que parece ser como un mundial de fútbol pero sin Argentina ni Brasil. Las primorosas casitas suizas están engalanadas con banderas. Con la cruz roja. La bandera suiza es cuadrada y no apaisada. Debe ser la única. No parece una bandera, parece una señal de tránsito.
Algunos amigos alemanes comparten conmigo mi extrañeza. Parece que los suizos no tienen tanto problema con el uso del símbolo patrio. (Sí tienen problemas con el fútbol; quedan eliminados no bien aterrizo.) Los alemanes me confiesan que ellos lo piensan dos veces antes de poner una banderita en el balcón, por más fútbol que haya. Pienso en otro pueblo al que le pasa un poco lo mismo: la bandera albiceleste suele aparecer sólo cuando la Selección nacional anda suelta. Las dictaduras dejan –además de sus huellas reales– otras huellas más o menos simbólicas, quizás irrelevantes. Para mí, ese símbolo se lo apropiaron los milicos. Tal vez a mis hijos, si los tengo, ya no les pase. Allá ellos.
En séptimo grado me cambiaron de escuela. El primer día, escucho que mis nuevos compañeritos susurran juntos una cosa ininteligible. Muevo los labios al azar. Que no me echen. Soy un alumno diez. ¿Cómo se recita la Oración a la Bandera? Faltan cuatro meses para egresar: no pienso ponerme a estudiar eso ahora. En esta escuela no se canta Aurora. Una lástima, porque tiene aquello tan lindo dedicado “a su lunala”.
Vuelvo a casa. Siempre moqueo al ver Buenos Aires desde el aire. Una azafata alemana se acerca a mi ventanilla y mira. Es la primera vez que le toca esta ruta. Le doy la bienvenida. Me señala una cosa y me pregunta por ella. Mh. Es una columna de humo. No sé qué es. Parece Quilmes, que se quema íntegro. Alguien dice que leyó algo de una fábrica. Desde el cielo, las llamas desaforadas cambian para siempre la postal a la que estoy tan hipnóticamente acostumbrado.
Llego a casa, prendo la tele. Vuelvo a ver banderas argentinas. Esas que –según expliqué tontamente a mis amigos suizos– no suelen verse tanto. Las veo en un corte de ruta. Y en un cacerolazo. Escucho lo que dicen unas señoras. Apago la tele. Estoy muy, muy asqueado. Debe ser el jet lag. No pasa nada.