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Bárbaros de estación

Bárbaros de estación

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Durante unos días del año, tengo garantizada una forma discreta pero segura de la felicidad. Ocurre durante la segunda quincena de noviembre, cuando las flores de los tilos se abren inundando la ciudad con su perfume. Tiene algo de jazmín y algo de lavanda, y también de limón. El efecto, al principio, no lo percibo sino por sus consecuencias. De golpe ando por la calle y respiro hondo, y hasta suelo tararear algunas de esas canciones gansas y pegadizas que arruinaron para siempre mi gusto musical, desde la década del 70 en adelante, un repertorio compuesto por Palito Ortega, Los Náufragos y Nino Bravo. Este año me tocó en suerte reiterar, con la insistencia de un monje tibetano, Zingara, en la estrepitosa y conmovedora versión de Nicola Di Bari (“tóoomameee la manoooo, Zingaraaaa/, dime prontoooo qué destino veees/ háblame de amoooores/ no tengo temores/ porque sé que elia ya no me perteneeeceeee).

A veces mejoro un poco y acierto con Río de los pájaros (chuá, chuá, chuá jajajá, no cantes más torcacita, que llora sangre el ceibal/ Los amores de la costa, son amores sin destino, camalote de esperanzas, que se va llevando el yío…). Es precisamente en ese momento de dicha personal, frágil, episódica, cuando una tropa de señores vestidos con mamelucos verdes sacan a la calle las motosierras y se cuelgan de los árboles como si la inexistencia de implementos de seguridad los habilitara para considerarse monos, y empiezan a atronar el aire y a arruinar la atmósfera perfumada liquidando las ramas bajas y altas al grito de “¡Correte Cacho que ya cae!”. Algunos de ellos son litoraleños, así que es posible que mientras el tilo talan canten Río de los pájaros, sustituyendo el ceibal por la especie mutilada.

Por supuesto, cualquier sujeto con dos dedos de frente, sobre todo si es calvo, debería saber que el peor momento para someter árboles y arbustos a una poda es aquel en que éstos crecen y florecen. Basta preguntarle a cualquier vecino y te dirá que la época adecuada es el otoño. Y sin duda existen métodos más civilizados de tratar a los árboles que pasarles la motosierra en temporada impropia, y con beneficio garantizado sólo para la empresa que usufructúa del contrato.

El año pasado intenté impedir a microescala la continuidad de esa práctica salvaje y me planté en la puerta de mi casa y dije que los tilos en mi vereda los había puesto yo y que por lo tanto eran de mi propiedad privada. Es claro que las privaciones particulares durante el neoliberalismo convierten lo propio en cosa pública, así que el chango me dijo que “mis” dos árboles estaban en “sus” veredas, y agitó un poco la motosierra, indicando sutilmente el peligro de que se le resbalara de la mano con rumbo a mi cabeza. Me retiré recordando que los de Estado Islámico también hacen lo mismo con el patrimonio histórico de la humanidad.