COLUMNISTAS
LOS ENERGUMENOS DE ELITE NO RESPETAN NADA

Barras en la ruta, bestias en la Catedral

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“Porque no se cuentan
los muertos cuando
Dios está de tu lado.”
Bob Dylan (1941), de ‘With God on our Side’ (1963)

Me gusta manejar. Escucho música, acelero, me pierdo de ese no-tiempo. Y como lo que más disfruto es hacerlo en la montaña, hace unos meses decidí ir en auto a Tucumán, el lugar más loco y fascinante del mundo. Pensé que un domingo sería ideal para desandar esos 1.250 kilómetros. Y no. Ese domingo 26 de mayo nada tuvo de ideal.
Autopista Rosario-Córdoba; altura Jesús María. Venía a 140, o más, y de la nada, una trompa blanca se pegó a mi paragolpes trasero. A mil. Era una de esas camionetas enormes, carísimas, que bien podrían correr el Dakar. Me abrí antes de que me pasara por encima, y entonces cometí una tontería. Mientras el bólido blanco ocupaba el espacio que dejaba como un depredador que devora a su presa, moví apenas el volante. Un levísimo zigzag como para, digamos, manifestarle mi enojo. Nada riesgoso, pero sí innecesario. Una tontería. Los vehículos se emparejaron y hubo un intercambio de miradas, o eso creo: los vidrios oscuros tapaban todo. Seguí viaje, incómodo. No podía perdonarme lo idiota que me pongo a veces, cuando me apuran en la ruta o me pasan como parado.
A los cinco kilómetros: peaje. Jesús María, o eso decía el mapa que desplegué sobre el volante. Paré unos 30 metros antes de las casillas para revisarlo. Entonces la vi. La camioneta blanca también giró y estacionó, ahí nomás. Me resigné: le debía una disculpa a un señor al que imaginaba más azorado que furioso. Wrong. La puerta se abrió y empezó a salir –a Borges le hacía mucha gracia esa frase: “¿El doctor acaba de salir? ¿Cómo acaba de salir? ¿Acaso el doctor es un enorme reptil que desaparece lentamente por el hueco de la puerta? ¡El doctor salió!”–; y digo “empezó a salir”, porque ésa sí era una mole inacabable. Ojos como brasas, boca deformada por la ira. El biotipo perfecto del barra. Agarró un cono naranja, de esos que ordenan el tránsito, lo levantó como la espada de He-Man y se abalanzó, glup, directo hacia mí.
No parecía querer dialogar, así que puse primera y aceleré. Frené en cuanto soltó su garrote naranja. OK, hablemos, pensé, naif. Y bajé el vidrio, sentado, con el cinturón de seguridad puesto. El gritaba, yo intentaba una disculpa. Ridículo. La primera trompada no la vi. Dolió. Fue en la sien. Mis anteojos sin marco aterrizaron en el otro asiento. El movía los brazos, gruesos como troncos. Repetía: “¡Hay que tener huevo para tirar el auto en la ruta, pútoh! ¡Bajá, dale, bajá…!”. No bajé. Ni siquiera oía mi propia voz, serena hasta lo ridículo, jurándole que no había sido mi intención asustarlo.
La segunda la cabeceé; es decir, acompañé al puño con un giro de cuello. Me lo enseñó Sergio Palma y antes nunca me había salido tan bien. La tercera fue un gancho descendente, débil, incómodo porque debía colocarlo a través de la ventanilla. Se inhibió, creo, como sucede con los lobos cuando su rival les ofrece su cuello indefenso; o al menos eso decía Konrad Lorenz. La naturaleza es sabia.
Los del peaje aparecieron cuando dejó de pegarme. Primero lo asistieron a él. Después, amables, se acercaron a ver cómo había quedado yo. Me ofrecieron un cafecito y me explicaron que no se habían metido “porque vimos que era un tema entre ustedes”. Me dolía un poco la cabeza, así que sólo dije: “Han sido muy prudentes, gracias”. Pagué y me fui.
A dos o tres kilómetros, los vi. Cinco o seis micros detenidos al costado de la ruta, una infinidad de botellas a medio llenar, bombos, objetos que no pude identificar, camisetas rojas, policías, patrulleros, gente que gesticulaba, los autos a paso de hombre. Esa tarde jugaban Belgrano-Independiente y, se ve, había surgido un problemita que alguien tenía que solucionar, urgente. Por eso, intuyo –y sólo porque soy un periodista con imaginación–, tanto apuro, ¿no? Días después supe que habían detenido a un tal Gordo Richard, un barra de Independiente. Y cuando vi su foto, posando con una linda pistola plateada, pensé que se parecía al vengador del cono naranja. Una fantasía mía, sin duda. Mi maldito narcisismo, fascinado ante la idea de haber vivido un episodio on the road con una semejante celebridad.
¿Por qué cuento esta historia seis meses después? Porque además de esta clase de energúmenos de elite –protegidos por políticos menores y no tanto– aún permanece, oculta pero activa, nada inocente, la vieja guardia de energúmenos oficiales. La “de toda la vida”. Chicos bien, civilizados, pulcros, estéticos, siniestros; que son muchos más que ese grupejo de infelices que ponen la cara para los medios, hacen el ridículo, gritan y denuncian una nueva profanación a Dios, cosas de infieles, comunistas, judíos, o papas como Francisco.
¿Los vieron en la Catedral, en el acto de la Iglesia con la B’nai B’rith por los 75 años de la Kristallnacht? Patético. El hombre de boina roja forcejeando para copar el micrófono; ese chico virginal, cuerpo saludable, cerebro 0 km, rezando el rosario como un autómata mientras una señora, desesperada, intentaba hablarle. Inútil. Son los de siempre. Los censores de casi todo; los que marcharon contra la ley de divorcio; los que en 1985 impidieron el estreno de Yo te saludo, María, de Godard, y diez años más tarde hicieron lo mismo con La última tentación de Cristo, de Scorsese. Que nadie se engañe. Permanecen, agazapados. Con poder. Están ahí y hasta se postulan. Quieren ser presidentes de esto o de lo otro. Ojo.
Porque esta barra de Defensores de Lefebvre no es menos brutal o peligrosa que la de los clubes. Al contrario. Esta clase de animal no se inhibe como la bestia que me pegó en la ruta. No. Estos te liquidan, y después niegan; niegan todo, tan angelicales.
Estemos atentos. Y hagamos algo, ya, ahora; para que no nos gane toda esa mugre.

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