Habrá que agradecerles algún día a los explícitos, que se muestran como son, desprovistos de sutilezas. No es que no hubieran querido, pero no pueden. Su rusticidad es más fuerte que ellos. Uno de esos coroneles setentistas más despojados de ambigüedades es el diputado Carlos Kunkel. Esta semana vociferó por radio contra “los medios”, aunque exculpó entre ellos a los “periodistas nuestros”. El no se equivoca. En todo caso es incontinente ante el precipicio de los sincericidios y se zambulle. Cuando desembarcó en la Casa Rosada en 2003, lo primero que hizo fue colgar a sus espaldas un gigantesco retrato de Juan Manuel de Rosas. Ostensible y hasta audaz, Kunkel ya desde hacía diez años veneraba la idea de la suma del poder público, clave de la estrategia del “Ilustre Restaurador de las Leyes” en la cuarta década del siglo XIX argentino. Lo de periodistas “nuestros”, además ser excesivamente pornográfico, exhibe una de las tres puntas de la trinidad ideológica del proyecto oficial.
En el Gobierno entienden el mundo de modo gutural: ellos y nosotros; los nuestros y los de ellos; amigos y enemigos; nacionales y populares, y neoliberales. Para esa dialéctica gruesa, resumida en pedregosos binomios supuestamente elocuentes, todo es simple. Definitivamente amurallados en una Vulgata marxista que ya era rústica hace cuarenta años, merodean el terreno escabroso de “contradicciones principales” y “contradicciones secundarias”. Estas últimas les resultan dolorosas, pero para ellos mutan en aceptables.
El indulto al dinero negro es, por ejemplo, una de esas renuncias que le duelen a la progresía local, cuyas franjas de izquierda resoplan aunque bancan. Pero si la Tercera Internacional aceptó el pacto germano-soviético de 1939 entre Hitler y Stalin porque se trataba de proteger a la madre patria del socialismo real hasta que pudiera estar lista para enfrentarse con el agresor alemán, los epígonos tardíos de ese realismo progresista alegan que hay que masticar sapos en aras del gran objetivo.
Ellos, claro, no mastican esos sapos a la fuerza. Los acontecimientos se han ido encadenando de tal manera en la Argentina que la combinación de decisiones incómodas y relatos heroicos los lleva a aceptar que el Gobierno asocia dureza estratégica (nacional y popular) con frío pragmatismo táctico. Se han convertido en gourmets de la batracioterapia y avanzan en tres terrenos: apagón mediático, autoamnistía judicial e indulto fiscal. Debe admitirse que operan con una impavidez moral sin precedentes.
Con o sin intervención al Grupo Clarín, no es precisamente novedoso que durante diez años la pretensión de minimizar y luego acallar expresiones que no controlen forma parte de su ADN conceptual. Habrá que reiterarlo hasta el hartazgo: no empezó en 2008, sino que ya era evidente a mediados de 2003 y fue explícito en 2005. Alberto Fernández nunca vio bolsos raros en la Casa Rosada, pero él no fue el único corto de vista. Muchos se hicieron los que no veían, hasta por lo menos fines de 2008.
Al apagón procurado por la Ley de Medios y su saga de batallas paralelas (Cablevisión, Fibertel, Papel Prensa, los hijos de Ernestina de Noble, etc.) hay que sumar las otras dos grandes y épicas guerras lanzadas por el grupo gobernante, una de ellas medular y la otra de un relativismo ético portentoso.
El reformateo del edificio judicial argentino sólo se explica al final del día en la intención de blindarse en los tribunales ante las inevitables secuelas procesales de esta década. Se trata de combinar la guerra cultural (que en el ámbito local contencioso administrativo han rubricado con innegable suceso) con las más toscas efectividades conducentes. Objetivo escandalosamente obvio: inocular con tropa propia a los principales juzgados del país para abrochar la continuidad de esta década en los andariveles judiciales. Un concepto brilla aquí como razón fundante: asegurar opacidad, oscuridad e impunidad. No se trata de promover magistrados para una Justicia “para todos y todas”. Es, en cambio, la vieja receta de la pócima santacruceña: son jueces para proteger a los autores de las trapisondas más resonantes.
La misma esencialidad conceptual explica la ley del perdón para los evasores fiscales, aunque en este caso la medida se entiende por la innegable penuria financiera del Estado, que obliga al Gobierno a asumir la permisividad impositiva más grosera.
En los tres ejes de este gran diseño oficial (apagar todos los medios de comunicación no disciplinados, atosigar de jueces amigos a los tribunales e indultar y premiar a los grandes transgresores fiscales) se detecta un denominador común poderoso: la supresión. Tiene el Gobierno una pasión por suprimir, aquí late lo principal de su sistema respiratorio; convencidos muchos de sus jerarcas, y resignadamente prácticos otros tantos, diseñan y construyen un país donde la división se dibuja en la frontera de la voluntad oficial. Los grandes evasores son indultados, pero a una empleada doméstica paraguaya le cuesta enviar 200 dólares a su familia. El Gobierno decidió que Coto, Jumbo, Disco, Carrefour y Walmart no podían anunciar sus ofertas de precios en los diarios satanizados (PERFIL sufrió el veto oficial a solas y antes que nadie en la prensa gráfica), pero en cambio sí podrán hacerlo en las publicaciones sostenidas por el Gobierno. Todo funciona así, con pasmosa coherencia. Eso es lo bueno de la Argentina de hoy: las cosas son cada vez más claras, aunque la hipocresía siga fascinando a multitudes.