Hace unos días recibí las Cartas a su madre de Baudelaire, que acaba de publicar la editorial Blatt & Ríos. Al final del prólogo, Walter Romero reproduce un fragmento que corresponde al 4 de diciembre de 1947: “Porque sigo pensando que la posterioridad me concierne”, escribe Baudelaire. Es un pasaje muy citado en el que un joven que recién comenzaba su carrera literaria apuesta a que su obra (aun inexistente) sobrevivirá al paso del tiempo. Pero la declaración está asociada al pedido de que no se divulgue la carta porque –como todas las agrupadas en el libro– contiene un pedido de dinero. Es curioso que la fama de Baudelaire tenga que ver en parte con su carácter de hijo mendicante y amante sifilítico, de modo que aquello que no quería que se supiera para cuidar su legado sea hoy parte inseparable de él.
Es cierto que no es esa la única razón por la que se recuerda a Baudelaire. Su suerte póstuma ha sido de las mejores entre las de sus contemporáneos. Nadie desmiente que fuera un gran poeta ni que Las flores del mal sea uno de los libros definitorios de la llamada modernidad. Hay que pensar que Baudelaire canta cada día mejor: años atrás, Bertolt Brecht todavía se animaba a decir que nadie se acordaría de él (de Baudelaire) y Sartre no se desviaba mucho de esa idea acusándolo de no haber puesto su talento al servicio del progreso de la humanidad. Sin embargo, aun dentro del balizado terreno de los estudios marxistas, las tesis de Walter Benjamin, que lo declaró una especie de inflitrado en las filas de la burguesía, tuvieron más suerte y sobreviven en la Academia.
Pero como ocurre con todos los grandes nombres, hay algo de esclerosado y de automático en su prestigio. Es una de esas tantas ideas recibidas y aceptadas sin analizar demasiado. El escritor uruguayo Felipe Polleri escribió una breve novela titulada Gran ensayo sobre Baudelaire, en la que de algún modo se identifica con la idea del artista humillado y maltratado. Pero en la página 41 de un libro más bien sombrío, hay un gran chiste: un recuadro en blanco debajo del cual se lee: “La mosca y la valija (acuarela, óleo, lápiz y tinta china sobre papel montado sobre cartón)”.
La broma conduce indirectamente a La Folie Baudelaire, de Roberto Calasso, el libro más estimulante que leí en estos meses. El título, donde folie no es una locura sino algo así como un refugio, tiene que ver con una idea de Saint-Beuve: que Baudelaire había construido un “kiosco solitario en un paisaje desolado”. En el libro de Calasso, lleno de digresiones y excursiones (a la historia de la pintura, al mundo de la crítica literaria), Baudelaire cobra vida, deja de ser una mariposa clavada en la colección de las celebridades para transformarse en la encrucijada de una contradicción singular. Calasso intuye que la modernidad de Baudelaire, a diferencia de la demasiado obvia fórmula de Rimbaud, es una defensa anticipada contra la irrupción de las vanguardias, “esa palabra de origen militar que durante algunas décadas del siglo XX ejercería un sutil y arrollador hechizo y en el siglo XXI suena como una pobre burla”. La Folie Baudelaire es, entre tantas cosas, un ejemplo de que se puede tomar el tema más trillado y volverlo novedoso: para eso hay que perder el miedo. Calasso parece ser de los que nunca lo sintieron.