Hace unos días, en una de esas largas noches en el Iberia de Avenida de Mayo, un amigo contó que había encontrado Sólo los amantes sobreviven, de Jim Jarmuch, en Facebook, y que le había parecido muy buena. Luego, comentó que había leído una crónica de María Luisa Bombal sobre su encuentro con Sherwood Anderson en Nueva York, también hallada en Facebook. Como mi relación con Facebook, hasta ese momento, era absolutamente ninguna, no sentí curiosidad por ahondar en el asunto. Pero otro de los comensales quiso saber dónde localizó esas trouvailles, ante lo que obtuvo como respuesta: “En la página de un tal Matías Rivas”. “¿Matías Rivas?”, pregunté yo, “¿el poeta y editor de las ediciones de la UDP de Chile?” Pero ya habían cambiado de tema de conversación y nadie me respondió (hay en esa escena una leve metáfora de mi vida entera). Así que, cuando volví a casa al amanecer, entré por primera vez a Facebook. Descubrí que para ser usuario, además de un nombre y una clave, piden también una dirección de mail. ¿Se me llenará la casilla de spam? ¿Tomarán mis datos para dárselos a la CIA? No lo sé, pero ante la duda ingresé con un nombre falso –Mauricio Panamá– y listo. Valoro mucho el trabajo editorial de Rivas, aunque me apena que haya llenado su catálogo de autores argentinos. Es joven, y todavía tiene tiempo para mejorar. Y cuando entré a su Facebook, me encontré, como si fuera una bitácora de recomendaciones y gentilezas, con un mundo de textos, videos y fotos muy interesantes. Reparé entonces en una columna de Roberto Merino, publicada en Las últimas noticias, titulada “Chao a los libros”, en la que da cuenta de que “a mí los libros me dejaron de interesar como antes”, para, entre otros asuntos, detenerse en uno que me llamó la atención. Transcribo: “El único muerto que se dio en una réplica del terremoto de San Francisco, en 1985, fue un tipo que resultó aplastado por sus propios libros: se le vinieron las estanterías encima y para encontrarlo tuvieron que remover un par de toneladas de conocimiento empastado”. No sé si la historia es cierta (espero que no: a nada le temo más que al periodismo cuando deja de mentir), pero no deja de ser hermosa.
De alguna forma, que se caigan libros por la cabeza remite a uno, a un libro que acabo de leer, o al menos a uno cuyo título invoca ya un estado de rareza: Libro de mareo, de Elvio Gandolfo, recientemente publicado en una bella edición por El 8vo Loco/Tren en Movimiento, como volumen inaugural de la colección Fuera de Serie. Libro de mareo es un conjunto de textos breves, cuentitos, misceláneas, incluso casi aforismos, muchos de ellos escritos entre los años 1976 y 1984, “época en que ‘escribir en serio’ resultaba un poco estúpido a pesar de uno mismo”. Escrito con una liviandad siempre inteligente, en la entrada llamada “Los favores recibidos” aparece, al pasar –o no tanto– el tema de la biblioteca personal: “Dos semanas después de regresar, el exiliado lo visitó, se abrazaron, engranaron una conversación con cierta torpeza, intercambiaron noticias sobre este país y el otro, se preguntaron por las mutuas mujeres, y poco antes de irse el visitante le pidió que le devolviera a la brevedad la biblioteca, la garrafa, el mate de porcelana y la tortuguita que le había dejado en custodia en el ’77”.