“Vive. Muere. Repite”, dice el eslogan de una película de Tom Cruise que está en cartel y que parece, por el tema, deudora de las ficciones de Philip K. Dick. Como la genial El día de la marmota, donde Bill Murray se despierta, hechizado, viviendo una y otra vez en el mismo día. Y logra aprender de esa repetición para ir cambiando su destino. La repetición es un concepto filosófico que utilizó Soren Kierkegaard y que reversionó Jacques Lacan para analizar sus casos clínicos. Friedrich Nietzsche también trabajó sobre la repetición, de alguna manera, en El mito del eterno retorno. Pero en este caso, no es la repetición en el sentido estricto del término, sino que es habitar un devenir fuera del mundo apolíneo, es la repetición sin el sujeto, sin el individuo. Es la repetición en el universo despiadado, sin Dios. Tuve un amigo de secundaria que también vivía en la repetición. Estuvo tres años en segundo hasta que lo pasaron al Charly, un colegio genial de Flores donde no se repetía.
Ayer viví la vulgar repetición –en términos filosóficos– de una película que no me había gustado mucho y ahora me fascinó. Se llama Corazón satánico, de Alan Parker, y tiene a Mickey Rourke en el mejor momento de su carrera. Es hermoso, habla imitando a Brando y calza a la perfección en el papel de Harry Angel, un detective contratado por un tal Lois Cyphre (Robert de Niro) para que encuentre a un tal Johnny Favorite (como se ve, los nombres son geniales). Esta película ganó con la repetición, no sólo porque parece que sus materiales se hubiesen mejorado, como le pasa al vino, sino porque lo que ahora sabemos de la vida de Rourke la resignifica. Ese descenso final hacia el infierno, en un ascensor inmenso, en el que baja Harry Angel era una muestra de lo que le tenía preparado el destino a Rourke en su vida privada. Pero sólo lo sabríamos, sí, en la repetición.