Cuando en 1981 murió María Moliner, la famosa lexicógrafa y filóloga española, Gabriel García Márquez tuvo una intuición genial: conseguir su teléfono, llamar a su casa y hablar con uno de sus cuatro hijos. Cuando García Márquez le preguntó acerca de cómo había sido vivir con una madre que había dedicado su vida a su Diccionario de uso del español, su hijo respondió: “En casa siempre fuimos mis tres hermanos, yo y el diccionario”. La afirmación, con su carga de banalidad, deja traslucir, sin embargo, una verdad irrefutable: elaborar un diccionario es algo muy complicado, que requiere toda la dedicación, todas las energías, todo el tiempo. En el segundo piso de la Academia de Ciencias de Baviera, en Múnich, hay una habitación que reúne todas las palabras latinas conocidas, transcritas a partir de poesías, relatos, textos de filosofía, medicina, ingenieríua, religión y botánica, pero también de inscripciones halladas en los sitios arqueológicos de medio mundo.
Desde 1894, cientos de investigadores y estudiosos del latín las fueron transcribiendo en diez millones de pequeñas Zettel, fichas, las ordenaron alfabéticamente en unas cajas de cartón y las etiquetaron con caligrafía elegante. Las palabras menos conocidas ocupan apenas pocas fichas, pero otras, como non, o et, ocupan ellas solas varias cajas. Un día, cuando el trabajo haya terminado, todas ellas aparecerán en el diccionario de latín más completo y preciso del mundo: el Thesaurus Linguae Latinae.
Para aquellos que se ocupan del latín a nivel académico, el Thesaurus es una institución venerada. La fundó el filólogo alemán Eduard Wölfflin hace 129 años, y se ocupa de compilar uno de esos diccionarios que no se limitan a explicar el significado de una palabra, sino que trazan su desarrollo histórico, su nacimiento, sus cambios, sus acepciones y su uso en las distintas épocas. Wölfflin quería que estuviera listo en una veintena de años; hoy esperan tenerlo listo para 2050. Y son optimistas.
Roberta Marchionni, una lexicógrafa italiana que trabaja en el Thesaurus desde hace diez años, responde a las preguntas que le hace Annalisa Quinn, una periodista del New York Times: “¿Por qué son tan lentos?”, a lo que responde: “¿Lentos? ¡Somos velocísimos!” Todos los que trabajan allí aman decir que son “biógrafos de palabras”; a fin de cuentas, eso son los lexicógrafos.
En los últimos 129 años pasaron por el Thesaurus cuatrocientas personas. El trabajo no se detuvo nunca, ni siquiera durante las dos Guerras Mundiales. Durante esos años, para alejarlo de los bombardeos, el archivo se mudó del centro de Múnich a un monasterio que se encuentra en las afueras de la ciudad.
Roberta Marchionni le contó a Quinn que trabajó diez años en la palabra res (cosa). Pero la que más dolor de cabeza le trajo fue necessitas, que quiere decir muchas cosas, menos “necesidad”. Otros sufrieron mucho con pietas o humanitas, palabras abstractas que son difíciles de interpretar, porque pertenecen a una cultura que creemos conocer, y de la que en cambio, ignoramos mucho.
Dice Marchionni que tiene dos tipos de pesadillas: una en la que vuelve muy atrás y tiene que volver a rendir el examen final del colegio secundario. En la otra tiene que volver a trabajar con la palabra necessitas. Aunque dice que hace sentir bien saber que uno sacó del olvido a alguna palabra. Son cosas que nosotros no entenderíamos.