Un viaje de trabajo lo arrastra a traumas que creía haber superado hace tiempo. Una conferencia en Barcelona le permite visitar amigos, recorrer la ciudad, someterse al capricho de lo imprevisible, poner la mente en blanco, sentirse libre. Después, un avión lo lleva a Alemania, país en el que no ha estado desde hace mucho porque no le gusta el invierno y sus ocasiones para viajar suelen coincidir con esa estación particularmente ominosa en las ciudades alejadas del Mediterráneo.
En Düsseldorf lo espera un cielo gris y bajo, una noche temprana, tres edificios casi idénticos diseñados por Frank Gehry pero hechos con materiales diferentes (uno de ellos forrado con acero inoxidable). Lo impresiona, como siempre, la casi inexistente iluminación callejera de las ciudades alemanas.
Un taxi lo deja frente a la residencia universitaria donde tiene que pasar una noche. La casualidad quiere que sea el único huésped y el estilo de vida protestante ordena que deba sacar una llave de un casillero automatizado, entrar solo al edificio, buscar su habitación, entrar y “esperar lo peor” (eso piensa, como asaltado por un olvidado terror).
Le cuesta dormirse en esa residencia desierta, con la lluvia tamborileando en el tejado y alrededor la noche abierta como una boca de lobo.
Al alba siguiente se presenta a desayunar y la mirada acerada de la amable muchacha que le pregunta qué quiere tomar lo despierta del todo. Le recuerda a su tía, la hermana de su padre, a quien visitaba cuando era chico. Lo mandaban en avión desde Córdoba y se quedaba a dormir en una casa con costumbres que desconocía y que siempre lo ponían ante el terror de estar equivocándose.
Se da cuenta de que ese sentimiento de inadecuación no lo abandonó nunca y de que los tres días que pasará en Alemania serán una pesadilla edípica de la que saldrá vencedor no sin esfuerzo. La lengua materna es un arrullo más allá del cual sólo hay trabajo.