La economía argentina continúa recibiendo los beneficios de un entorno global que ha apostado por la debilidad del dólar (dada la política anunciada por el Banco Central norteamericano y la prédica de su secretario del Tesoro), con la consecuente apreciación de las monedas emergentes, y la suba de los precios de las commodities.
Sin embargo, a pesar de estas buenas noticias externas, y su efecto sobre el crecimiento local en el corto plazo, el Gobierno se ha visto obligado a recurrir a un elevado impuesto inflacionario y a las reservas del BCRA para cerrar sus cuentas, a pesar del marco de un récord de presión tributaria. Y ha necesitado imponer el veto a un aumento a los jubilados que pondría, según los propios argumentos oficiales, al Estado argentino al borde de la quiebra.
Luego de años de buen desempeño económico gracias al mundo, las expectativas de mejora en la situación de muchos compatriotas se mantienen bajas y muchas de las demandas de gasto e inversión permanecen desatendidas, aunque, la situación relativa de algunos ha mejorado.
La única explicación plausible para combinar una economía que “vuela” con un Estado en quiebra virtual que usa no sólo elevados impuestos formales, sino que, además, utiliza al BCRA para financiarse y pagar deudas, es que estamos ante una mala administración que, al contrario de lo sucedido en la región, ha desaprovechado y está desaprovechando un extraordinario período de bonanza.
Por supuesto que los buenos precios de nuestros productos de exportación y la competitividad cambiaria “de facto” contra las monedas que se han revalorizado frente al dólar permiten augurar cierta tranquilidad cambiaria y moderar la escalada inflacionaria. Y permiten también, de persistir este paisaje, esperar, como máximo, una desaceleración de la economía, pero no un parate brusco en los próximos meses.
Pero tal tranquilidad macroeconómica no puede esconder el sabor amargo de un sentimiento de “despilfarro”, mientras que la incertidumbre política –frente al próximo período electoral– y la existencia de un esquema de precios relativos poco sustentables, afectan la inversión privada, acentuando, con ello, esa sensación de oportunidad perdida, mirando hacia delante.
Y esa oportunidad perdida se extiende, sobre todo, al tipo de debates y propuestas que, incentivados por la agenda oficial, predominan hoy en muchos sectores de la política y la sociedad argentina.
Un buen ejemplo es que se esté discutiendo estatizar una empresa productora de papel para diarios, cuando bastaría garantizar la libre importación sin aranceles del mismo y un marco regulatorio de igualdad de condiciones de abastecimiento para todos los demandantes. O que se promueva la creación de una empresa oficial de servicios de telecomunicaciones, que están perfectamente cubiertos por el sector privado, en lugar de incentivar en la materia, un mercado privado abierto, competitivo, receptor de las nuevas tecnologías a bajo costo.
En otras palabras, este período de “Dios es argentino” que hemos vivido en los últimos años, permitió superar la crisis de 2001 con cierta rapidez, pero no reformular las cuestiones importantes de la economía.
No se ha podido replantear la cuestión fiscal en materia de impuestos ni en materia de gastos. No se ha generado espacio para discutir a fondo el tema federal y la relación Nación-provincias. No se han desarrollado definiciones permanentes en torno a una eficiente inversión pública y a un clima favorable a la inversión privada. No se ha reconstruido un mercado de capitales de largo plazo.
Todo se redujo a disfrutar del buen momento global y regional, yendo a la deriva en materia estructural e, inclusive, retrocediendo en reformas de fondo que debían, en todo caso, ser mejoradas, pero no abandonadas. En cambio, resurgieron viejas ideas y anacrónicos instrumentos que hace tiempo el mundo que progresa genuinamente tiene archivados.
Y ahora, frente al inminente período preelectoral, lo que se debate y lo que se discute se vincula con la particular necesidad del oficialismo en sus “guerras coyunturales” y en su intento por aumentar sus posibilidades de conservar el poder, corregido y aumentado, por una parte del arco opositor.
La oportunidad perdida, entonces, no está sólo en los “números” sino, sobre todo, en las ideas que atrasan y en la agenda que no fue.