No viene al caso contar aquí mis intimidades, es decir, mis pesares; diré sólo –para ser discreto y no perder la elegancia que me caracteriza– que a duras penas llego a fin de mes. Los oficios a los que me dedico (varios, todos ligados a la cultura del papel) pagan cada vez menos; hace meses que no me compro un libro, que no como afuera, ya no tomo más el subte B sino el 71 porque el colectivo es más barato. Caminando por la calle (mi nueva diversión: salir a caminar; es gratis y sano) empecé a pensar en que algo tenía que hacer, algo que me saque de esta malaria, no sé… un microemprendimiento para ganar plata, si es posible mucha plata, y pasar al frente. Algo que me permita, como decía Arlt, dar el batacazo. Pensé, pensé, pensé y… encontré: ¡una fábrica de Scioli-Sapos! Perfectos sapos con la cara de Scioli en diferentes modelos y variedades. Un Scioli-Sapo hipster (con barba y vestido con ropa de Bolivia) para La Cámpora de Palermo, un Scioli-Sapo antisemita para D’Elía, un Scioli-Sapo con sus mejores declaraciones sobre los 70 para los militantes de derechos humanos, un Scioli-Sapo Walter Benjamin para Ricardo Forster (por cierto: conmovedora la foto en la que se da un abrazo con Karina Rabolini, publicada en PERFIL el domingo pasado: más rápido que un bombero, siempre llega él primero…), y finalmente un kit deluxe: un Scioli-Sapo con la ley antiterrorista votada por este gobierno progresista, que no faltará ocasión de ser usada por el que viene. ¡Con esto me salvo seguro! Pero no. Parece que criar sapos tiene un costo terrible, además están protegidos por no sé qué reglamentación municipal, y encima, según dice un comando ecologista, un exceso de sapos pondría en riesgo la cadena ecológica (además, como debo los últimos tres meses de monotributo, no pude siquiera inscribir la idea a mi nombre). En fin, el que nace para pito nunca llega a corneta.
Apesadumbrado, lamentándome sin cesar por mi desdicha, me puse a releer precisamente Los lamentos (Les complaintes) de Jules Laforgue, en la excesivamente castiza traducción de Andrés Echevarría para la editorial uruguaya HUM. En el “Lamento de Lord Pierrot” encuentro esta frase breve y perfecta: “De ahí que me está permitido/vivir de viejos compromisos”. Cada uno de esos términos –“permitido”, “vivir”, “viejos”, “compromisos”– ameritaría un análisis más profundo: son palabras que anudan la tensión entre ética y poesía, entre sintaxis y memoria, entre experiencia y política. ¿Cómo es vivir de viejos compromisos? ¿Quién autoriza, quién permite vivir así? ¿Qué ocurre cuando se rompen esos viejos compromisos, cuando se rompe la palabra? ¿Y qué oscuros nuevos compromisos vienen a reemplazar a los nobles y viejos? Sobre esos nudos problemáticos gira toda nuestra época, todo nuestro presente argentino, irremediablemente diferente del simbolismo decadentista de Laforgue, y con el que sin embargo podemos seguir dialogando. Laforgue no tiene el talento de muchos de sus contemporáneos (como Rimbaud, o los un poco mayores Mallarmé y Verlaine) pero, pese a eso, es interesante formularle nuevas preguntas, darle nuevos sentidos a su texto. Como las evocaciones que pueden provocarnos estas líneas: “Veréis cómo, a vuestro ademán liberal,/ irán hacia vosotras mis serpientes más blancas (…) Mi Víbora de Letras con borrosos contratos.”