En la foto de Reuters del 6 de marzo de 2009, Hillary Clinton (secretaria de Estado de los Estados Unidos) sostiene con su mano izquierda la de Serguei Lavrov, su par ruso, sobre la que reposa un dispositivo rectangular amarillo con un botón rojo. El dedo medio de la mano derecha de Lavrov lo pulsa, presionado hacia abajo por los cuatro dedos de la otra mano de Clinton. Ambos ríen para los fotógrafos con un número de dientes aparentemente mayor del que tiene el común de los mortales.
En el mes de febrero, en Munich, el vicepresidente norteamericano, Joseph Biden, había dicho que era necesario apretar el botón “reiniciar” para conjurar toda posibilidad de retorno a la “guerra fría” entre ambos países. A comienzos de marzo, Clinton consideró ameno retomar la metáfora y le regaló a su colega el artefacto con la leyenda “botón de reinicio” en inglés y en ruso, con un error de traducción. “Nos esforzamos mucho para hallar la palabra correcta en ruso, ¿lo logramos?”, preguntó Clinton. “Se equivocaron”, contestó Lavrov. Clinton soltó una carcajada y el ministro le aclaró: “Debió ser perezagruzka. Está escrito peregruzka, que quiere decir ‘sobrecargado’”.
Después de veinte años de la caída del Muro de Berlín, la relación Moscú -Washington no figura entre las prioridades de la política exterior norteamericana, abismada sobre el terrorismo islámico y la inestabilidad de los nuevos “Balcanes del mundo”, espacio que se extiende desde Medio Oriente hasta Pakistán. Con el frente económico más desmoronado que abierto, el cielo cargado que oculta las “verdaderas intenciones” de Irán y el conflicto sangrante de Afganistán, la administración Obama pretende minimizar a Rusia en la pantalla de sus desvelos.
Los kremlinólogos que frecuentaban las veladas de los domingos en la casa de Frank y Polly Wisner en Georgetown, a partir de 1947, y que terminaron por crear el servicio de operaciones encubiertas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) con el objetivo de contrarrestar la amenaza soviética, se sentirían hoy en desuso como un teléfono de disco, por mucho que aún se use la expresión “discar”. Por entonces, hombres como el senador por Wisconsin Joseph McCarthy y el congresista por California Richard Nixon acumulaban poder a horcajadas del “temor rojo”. Cuando el 12 de marzo de 1947 el presidente Harry Truman expuso ante el Congreso la doctrina que llevaría su nombre (“... cualquier ataque de un enemigo de la Nación estadounidense a cualquier país del mundo era un ataque a Estados Unidos”), el pleno se puso de pie y lo ovacionó. Hoy harían falta otras palabras para conseguir un aplauso en ese recinto, tomando en consideración todas las que profirió George Bush en un sentido análogo a partir del 11-S.
Con todo, los temas en común ni son pocos ni son triviales. Como ha escrito Laure Mandeville en Le Figaro, las negociaciones sobre desarme están en punto muerto, hay un profundo desacuerdo respecto del rol de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) –Estados Unidos necesita que se extienda hacia el Este, como un factor de estabilización regional, mientras que Moscú lo percibe como una irrupción en su esfera de influencia tradicional– y Washington ve con inquietud la creciente utilización rusa del arma energética (el corte de la provisión de gas natural a Ucrania, como ejemplo). A ello cabe añadir el nada disimulado rechazo del Kremlin por el modelo democrático de Occidente, las débiles relaciones económicas bilaterales, el enojo de Rusia por la cuestión “Kosovo” y la tensión entre ambos países desde que aviones de combate rusos lanzaron bombas de racimo RBK-250 sobre las ciudades de Gori –lugar de nacimiento de Stalin– y Ruisi, en Georgia.
Angela Stent, directora del centro de estudios eurasiáticos de la Universidad de Georgetown, quien fue consultada por el equipo de campaña de Obama, sostiene que la relación está totalmente atrofiada y que el reloj del diálogo institucional atrasa treinta años. Y añade que el nuevo inicio de la negociación sobre desarme, habida cuenta de que a fines de diciembre de 2009 expira el tratado Start (Tratado Estratégico de Reducción de Armas, por sus siglas en inglés) –firmado en 1991–, podría ser un buen punto de partida. Análisis certero: la conclusión de la reunión de Ginebra, que comenzó con el botón rojo que aspiraba a reemplazar al temor rojo, no llegó más lejos que a un acuerdo de principio, mediante el que se fija como una prioridad en la agenda bilateral el Start, que “...será renovado antes de finalizar el año”. Estados Unidos no excluye la posibilidad de asociar a Rusia a su proyecto de defensa antimisiles y de discutirlo en el Consejo Rusia-Otan, inyectándole vigor después de que la OTAN restableciera el jueves 5 las relaciones plenas con el Kremlin. Confían en que sus socios polacos y checos vean la iniciativa con ojos de largo plazo, y no con las pupilas inyectadas del despechado. Tampoco descarta invitar a Irán a formar parte de la conferencia que, el 31 de marzo, tendrá como objetivo determinar una estrategia para Afganistán.
Tanto el reconocimiento de la influencia regional de Irán, como los pasos dados en dirección de Rusia son signos claros de multilateralismo, por los que Estados Unidos va a tener que pagar costos, tales como las advertencias de Lituania, Estonia, Latvia y Polonia en el sentido de que es ingenuo creer en los rusos. Lo mismo piensan algunos expertos norteamericanos, quienes sostienen que el alma rusa leerá los movimientos norteamericanos como permeabilidad ante las presiones. David Satter, investigador del Hudson Institute, afirma que está en la naturaleza del régimen de Putin que el diálogo sea imposible, y en el pensamiento geopolítico de quienes gobiernan Rusia que el conflicto entre Irán y los Estados Unidos mantiene en su favor una carta mayor. “Mi esperanza...”, dijo el martes 3 de marzo un indefectiblemente optimista Obama, “... es que podamos tener una relación constructiva, dentro de los espacios donde podamos avanzar en un marco de respeto e interés mutuo”.
Siempre que se inaugura una nueva política hay pérdidas y ganancias. Y la dolorosa ratificación de que para solucionar los problemas del mundo, la tarea es infinitamente más compleja que apretar un botón rojo sobre plataforma amarilla que dice “reiniciar”.
*Ex canciller.