El lunes pasado ocurrió algo formidable: en una calle de la localidad de Brembate, en Bérgamo, Italia, una pequeña ciudad de apenas 9 mil habitantes, atravesada por el río Brembo (la geografía siempre ofrece estas sorpresas), en ocasión de la visita del vicepremier Matteo Salvini una señora decidió colgar de una ventana una pancarta que decía “No eres bienvenido” (encima, con exceso de buena educación: ni siquiera explicitaba el nombre del destinatario, no poseía insulto alguno, blasfemia o la más tímida alusión al vicepremier). La pancarta fue quitada de inmediato por los bomberos, y todavía (escribo esto el jueves) no apareció nadie que se hiciera responsable de la orden. Ahora bien: el efecto conseguido fue el contrario al deseado, porque una pancarta que a lo sumo hubiesen visto los pocos transeúntes que pasaran por esa calle terminó reproducida y viralizada en los sitios web y los diarios de todo el mundo. A eso se llama “efecto Streisand”, cuando el efecto provocado por la censura es el opuesto al deseado, a cuando la censura, que intenta silenciar y ocultar, actúa como un motor de divulgación, expandiendo el mensaje prohibido de manera descontrolada y desprejuiciada a todo el que tenga ojos para verlo.
Lo de “efecto Streisand” viene a cuento, justamente, por Barbra Streisand. En 2003, el fotógrafo Kenneth Adelman se subió a una avioneta con el fin de hacer un relevamiento aéreo de la erosión sufrida por la costa de California, lo que implicaba fotografiar también la línea de propiedades lindantes con la costa. Barbra Streisand divisó su mansión en una foto y demandó al sitio Pictopia.com por 50 millones de dólares exigiendo que sacasen esa fotografía de la web por considerarla una invasión a su privacidad. La imagen hubiese pasado inadvertida sin la denuncia, pero comenzó a reproducirse sin control con un círculo rojo que indicaba “esta es la mansión de Barbra Streisand”.
Efectivamente, los publicitarios y especialistas en marketing conocen a la perfección el efecto que provoca el anuncio “esto es lo que no quieres que veas”, debido a esa tendencia a pensar en teorías conspirativas por las que se inclinan a creer, al menos durante breves segundos, incluso aquellos que no creen en las teorías conspirativas. John Gilmore dice que esto ocurre porque la web interpreta cualquier acto de censura como un explícito ataque hacia ella misma. Lo que se conecta con aquella máxima que dice “Si votar sirviera para algo, estaría prohibido”, máxima que indistintamente se atribuye a Mark Twain, a Eduardo Galeano y a Isaac Asimov, pero que sin importar su atribución nos resulta tentadora por lo justa.
Alguien se ocupó en la web de hacer un historial de los casos de efecto Streisand incluso mucho antes de que existiera Barbra Streisand, aun antes de que existieran los efectos. Basta tipear en Wikipedia “efecto Streisand” y la lista se despliega –luego de un humilde pedido de donación de la enciclopedia libre, políglota y colaborativa–. Wikipedia data el primer caso de efecto Streisand en el año 356 a.C., cuando Eróstrato fue juzgado y condenado como autor del incendio que destruyó el Templo de Artemisa. La condena de Artajerjes III consistió en la muerte de Eróstrato y el olvido de su nombre, pero luego vino Teopompo e inmortalizó su nombre en las Filípicas, haciendo que se conociera como “síndrome de Eróstrato” el fenómeno que se da cuando alguien quiere hacerse famoso a cualquier precio. Sin duda, el efecto Streisand debería ser conocido como “efecto Artajerjes”, razón por la cual el título de esta columna pretende saldar una deuda de amor hacia el tirano persa.