Una nueva usurpación en el sur de la ciudad de Buenos Aires, en este caso de viviendas sociales, generó otro conflicto entre el Gobierno nacional y el porteño en materia de seguridad y orden público.
Como en el caso de la toma del Parque Indoamericano a fines del año pasado, las discusiones y contrapuntos sobre jurisdicciones y competencias, roles y obligaciones de la Policía Federal y la Policía Metropolitana vinieron a ocupar el centro de la escena, soslayando –una vez más– la verdadera naturaleza del problema irresuelto que es de índole político-institucional.
¿Son necesarias dos policías en Buenos Aires? ¿Se justifica que el Gobierno de la Ciudad organice y financie una policía propia existiendo una Policía Federal?
¿Es lógico que el ministro de Seguridad de la Nación ocupe buena parte de su tiempo en cuestiones locales de seguridad, o que un policía federal se emplee para hacer actas de contravención por prostitución o en infracción a vendedores ambulantes?
El centro de la cuestión es que Buenos Aires ostenta una doble naturaleza: es una ciudad y –por tanto– pertenece a sus vecinos que la habitan y construyen diariamente, y es, además, capital de la Nación y asiento de los poderes federales, y –por tanto– forma parte del patrimonio de todos los argentinos. Así, esta doble naturaleza –ciudad y capital– imponen inexorablemente la necesaria cohabitación entre el Gobierno porteño y el federal en todos los ámbitos y sectores, especialmente, en los que tienen que ver con el espacio público.
Esta premisa implica superar las dos posiciones extremas que desde 1994 hasta la fecha han dominado la discusión, pues ni se puede negar que el jefe de Gobierno disponga de un instrumento de autoridad para cumplir con sus obligaciones como jefe de Gobierno, ni tampoco se puede negar que la Presidenta de la Nación tenga una fuerza para ejercer el “control de la calle” de la ciudad donde reside. Ambas posiciones adolecen del mismo error, esto es, ignoran la naturaleza dual de Buenos Aires.
En efecto, sin una policía local el Gobierno de la Ciudad debía diariamente solicitar colaboración a la Policía Federal para cumplir con sus propias obligaciones: una obstrucción a o un allanamiento para una inspección, verificar que no se viole una clausura, parar un auto para realizar un control de alcoholemia o pedirle los datos para multarlo, perseguir la prostitución o la venta ambulante en contravención, por ejemplo, son todas cuestiones estrictamente locales, pero que para resolverlas se requería el auxilio de la policía. Entonces, el jefe de Policía era tanto o más importante que el jefe de Gobierno en las mismísimas cuestiones locales.
Sin embargo, a pesar del avance logrado en 2007 con la modificación de la Ley Cafiero, que prohibía al Gobierno de la Ciudad tener una policía propia, desde el Gobierno porteño se cometió un grueso pecado de origen –que se proyecta a nuestros días– que fue organizar una policía competitiva, antes que complementaria, de la Policía Federal.
En efecto, en sus comienzos, la organización, instrucción, equipamiento y hasta el perfil del liderazgo policial mostraba una policía porteña preocupada por reemplazar a la Policía Federal antes que por auxiliar a cumplir con rigor las obligaciones propias del Gobierno de la Ciudad.
Luego de la crisis desatada por las escuchas ilegales, se replanteó parcialmente el proyecto, pero con más marketing que eficacia.
La Policía Metropolitana debería organizarse, instruirse, equiparse y desplegarse focalizándose en la prevención y represión de faltas, contravenciones y delitos transferidos (la usurpación es uno de ellos) de manera de, por un lado, se torne eficaz la capacidad de control del Gobierno porteño en estos temas y, por otro, se libere a la Policía Federal de este tipo de menesteres.
Los procedimientos antidroga han sido muy vistosos mediáticamente, pero emplear recursos de la Policía Metropolitana en delitos federales no tiene mucho sentido si –al mismo tiempo– se fracasa en los propios, como la usurpación de viviendas construidas por el mismo Gobierno porteño.
El Gobierno nacional, por su parte, debería planificar conjuntamente con el porteño los casos, las formas y los procedimientos en los que la Policía Federal actuaría en apoyo de la Metropolitana cuando esta se vea desbordada en escala o complejidad en situaciones donde tenga competencia originaria (faltas, contravenciones y delitos transferidos).
La protección de la vida, la libertad, el patrimonio y el orden público son valores demasiado importantes como para andar jugando al aprendiz de brujo. El sentido político-institucional y la racionalidad para conducirse en estos temas son condiciones necesarias que hoy escasean.
*Politólogo. Ex viceministro de Seguridad bonaerense.