Todo el mundo sabe, no, un momento, no quiero pecar de soberbia: todo el mundo no; algunas personas y hasta muchas personas saben que a mí me encantan las novelas policiales. Todas: las inglesas, tan bien educadas, tan discretas, tan sorprendentes, y las yanquis que se precian de caer en la volteada de las novelas negras. Todas me encantan, a todas me las devoro cada vez que puedo. Me gusta el suspenso, aia, quién lo habrá matado, quién, y por qué con una daga oriental, medieval y, y, y fatal, para conservar la aliteración. Me gustan los personajes, el detective aficionado que al final demuestra que es mucho más vivo, inteligente e intuitivo que Scotland Yard. Me gusta la investigación y todos los senderos equivocados que toma antes de agarrar por el que estaba cantado que debería haber agarrado desde el principio. Pero claro, yo soy la lectora, estoy de este lado del texto y en cambio el autor se las sabe todas y sabe sobre todo cómo engañarme a mí, no sólo al detective de turno, caramba. En general me gustan todas esas novelas que empiezan ya con el cadáver listo y guardado en la morgue a la espera de que el héroe diga es evidente que estaba satisfecho y no se dio cuenta de que de la mano de su mejor amigo llegaba la muerte. ¡Ja! Eso es lo atractivo, la trampa que me tiende el autor y en la que yo caigo encantada pensando en lo que me espera. Después, a partir de ahí voy de la mano del autor o de la autora, que ahora hay de ambas asimetrías a la vez, por senderos de ilusión hasta que descubro, descubrimos el verdadero y de ahí en adelante todo es coser y cantar. Me las conozco muy bien y ya no me sorprende nada. Casi nada. Sigue pareciéndome un maravilloso prólogo eso de encontrarme, encontrarnos el autor y yo con un cadáver, ¡oh! y preguntarnos ¿quién lo habrá matado? Y de ahí en adelante tomar por senderos equívocos y de los de verdad hasta enterarnos de que fue… fue… ay, quién fue, nada menos que ¡aaaah! no, espere que yo se lo cuente, vaya y lea, saboree usted su propio placer, qué tanto.