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Precios. La promesa de llenar la heladera, muy difícil de instrumentar. | NA

La inflación ya forma parte de la geografía económica argentina. La historia muestra algunos casos con cifras superiores, analizados por los textos de historia, pero que siempre terminaron con un cambio abrupto del marco institucional: el fin de un gobierno, nuevo signo monetario o una reformateo de toda la economía.

Lo más cerca que Argentina estuvo de ese trance fue en 1989, cuando la híper que desalojó del poder a Raúl Alfonsín cinco meses antes del fin de su mandato (“resignación de cargo”) maduró un año y medio hasta el cambio copernicano que sobrevino en abril de 1991 con el inicio de la convertibilidad.

Si algo caracterizó al proceso inflacionario argentino fue, claramente, su persistencia en el tiempo. Desde 1946 hasta 2022, solo en la quinta parte de los años hubo índices de subas del IPC de un dígito, dentro de los cuales están nueve de los once años de vigencia de la convertibilidad (solo en 1991 y 1992 hubo inflación de más del 10% anual) y los dos luego del tumultuoso cambio de reglas de 2002. Desde 2006 se retomó la inercia inflacionaria aun con legislación que, por ejemplo, prohibía la indexación de contratos.

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La encuesta del BCRA arrojó una estimación para este año del 96,7% y un crecimiento económico del 0,5%

Así, y como una enfermedad crónica con la que el paciente debe aprender a convivir ante la imposibilidad de curación, todo el sistema productivo fue acomodándose para amortiguar los efectos del alza generalizada de precios. La otra característica es que pese a constituir un lastre electoral, la dirigencia se manifestó impotente de resolver la cuestión. A veces, ninguneando su influencia: “Un poquito de inflación es bueno”; otras, atribuyéndole un rol de válvula de presión para poder acomodar precios relativos e ingresos; a veces, escondiendo la basura debajo de la alfombra: controlando precios o directamente manipulando las estadísticas. O en su última versión: asumiendo que las causas (y las consecuencias, claro) son múltiples, la manera más efectiva de lograr resultados sostenibles en el tiempo es un programa de estabilización que atienda varios flancos en forma simultánea. No es novedad: eso ya ocurrió, por ejemplo, con el Plan Austral (1985) o con la misma convertibilidad. Pero ahora, la coartada del ministro Massa es que semejante iniciativa requiere de un consenso político imposible de conseguir en el mediano plazo y, menos aún, en año electoral. En cambio, sí sería factible realizar un control de daños intentando hacer converger la tasa de inflación mensual (del 7,5% cuando asumió su equipo, en agosto pasado) bajándola sucesivamente hasta un 4% en el primer trimestre del año y luego buscando llegar al 3% como aporte a la transición y premio consuelo del oficialismo. Un plan que en los papeles no parecía ambicioso (un 60% de inflación pautada en el presupuesto no parecía irreal), pero que requería una serie de ajustes que eran de muy difícil cumplimiento. Y ocurrió el escenario menos deseable, pero no por ello menos improbable.

Lo que claramente caracteriza los períodos inflacionarios en la Argentina es su recurrencia

En la encuesta que realiza el Banco Central entre las principales consultoras de plaza, el alza proyectada para el IPC en el año arrojó un 97,6% con una estimación promedio del 5,6% para enero pasado (y cuyos datos se conocerán esta semana) y un crecimiento de la actividad económica de un módico 0,5% anual. Estos datos confirman una sospecha: que la economía argentina entró en un estancamiento víctima de la combinación de la dificultad de abastecerse de insumos importados (por el cepo agravado) y una demanda erosionada por la inflación. Esto, además, expone a la situación a los peligros climáticos (una profundización de la sequía, por ejemplo), cambiarias (dificultades para conseguir el nivel crítico mínimo de reservas) o políticas (una agudización de la puja distributiva) que en todos los casos termina encontrando en la inflación su variable de ajuste.

En definitiva, el mejor escenario para el Gobierno es que todo siga más o menos igual: llegar a salvo a la otra orilla que es la transición con la otra administración. No puede aspirar a más, a pesar de que lo sostenga con eslóganes que ya entran en fase de campaña, pero también podría ser visto como un paraguas para enfrentar los ineludibles reclamos de quienes siguen bregando por otro “plan platita”. ¿Cuánta dosis adicional de inflación crónica tiene que suministrarse para reconocer que el descontrol fiscal no es un placebo?