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Cambio de palabras

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Creo recordar que, antiguamente, para expresar que una persona había disentido de otra, que la había cuestionado o criticado, que había polemizado con ella, se usaban precisamente esos verbos: disentir, cuestionar, criticar, polemizar. De un tiempo a esta parte, sin embargo, todas esas expresiones han sido reemplazadas por (y reducidas a) una única y recurrente fórmula: “pegar”. Del que discute a otro o lo rodea de objeciones se dice que “le pega”. ¿Cuándo fue, y cómo fue, que esa manera de decir desplazó a todas las otras?

Me lo pregunto porque, como es sabido, un cambio en los usos del lenguaje responde a un cambio en la visión del mundo. Valerse de las palabras, incluso para los ataques más ásperos, no era antaño sino lo contrario de pegar; tan sólo de las palabras más hirientes, las más filosas, podíamos decir que nos golpeaban (y aun esa idea de golpear la empleábamos para designar lo que nos conmovía, antes que lo que nos agraviaba).

Hoy por hoy de la confrontación verbal hablamos como se habla del maltrato físico. Justo cuando, a causa de la crispación política (según algunos) o bien de la impunidad habilitada por las nuevas tecnologías (según otros), la agresión personal se ha vuelto moneda corriente, bajo formas increíblemente arteras de violencia y denigración. Como si, en efecto, lo que se estuviese procurando fuese ni más ni menos que eso: hacer que la discrepancia o el desmerecimiento, la diatriba o el vapuleo razonado, funcionen justo como un pegar.

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Tal vez el cambio provenga, como provienen tantos cambios en el habla, de los latiguillos instalados en los medios de comunicación (y para nada de Roberto Arlt, como podría querer un iluso). Allí se utiliza a cada rato el giro de “X salió a pegarle a Y”. “Pegar” es un término notoriamente fértil para el uso metafórico. Pero hay veces en que se lo emplea con un afán más bien opuesto: un afán de literalidad.