El año que acaba de terminar actualizó de un modo candente un interrogante sobre el cual pensadores de distintas disciplinas vienen discutiendo y especulando hace tiempo. ¿Realmente ha muerto Dios, como proclamó Nietzsche hacia finales del siglo XIX? ¿La ciencia es ahora la nueva religión? En la medida en que las religiones tradicionales, con sus instituciones cada día más corroídas por variados pecados terrenales, dejaron de dar respuesta a las cuestiones más trascendentes y angustiantes del ser humano (como la finitud y el sentido de la existencia), la ciencia y la tecnología aparecieron con su propia oferta: develar las leyes de la naturaleza, someter a esta al arbitrio humano, dominar el tiempo, eliminar el espacio, acabar con los peligros exógenos y con los endógenos (como las enfermedades) y, por qué no, alcanzar la inmortalidad. Una vez más, como a lo largo de la historia, y desde que el Prometeo mitológico robara el fuego a los dioses para ofrecerlo a los hombres, la soberbia humana se alzó en el horizonte. Y, como a lo largo de toda la historia, apareció lo aleatorio, el imponderable, la incertidumbre en su máxima dimensión, para bajarles el copete a los humanos. Aunque como se trata de una saga, es muy posible que, en la medida en que la humanidad sobreviva a pesar de sus esfuerzos por autoeliminarse, haya nuevos capítulos.
Tras las estériles rogatorias a la divinidad implorándole por el fin de la pandemia, y luego de trocarlas por el convencimiento de que esta es un nuevo y merecido castigo, como tantas plagas a lo largo de la historia, al pecado original y a otros graves deslices humanos, la ciencia surge como alternativa al vacío. Sin embargo, no parece que la respuesta al interrogante originado en Nietzsche quede saldado. Como anticipándose a la cuestión, en 2017, en su ensayo titulado Tiempo: la dimensión temporal y el arte de vivir, el filósofo, filólogo e historiador alemán Rüdiger Safranski, pensador siempre inquieto y desafiante, decía que hoy se nos pide que creamos en las explicaciones científicas acerca del origen y los fenómenos del universo de la misma manera en que antes se creía en las historias míticas de la creación. Ciencia y religión, que tanto han confrontado desde siempre, y de cuya animadversión Galileo fue la primera gran víctima, terminan hoy por confluir en un punto. Frente a ambas se nos pide creencia. Como el dogma religioso, la explicación científica no debe debatirse. Es una cuestión de fe.
Si en las legendarias películas de Cecil B. de Mille (Los diez mandamientos, Sansón y Dalila) se veía abrirse las aguas, derrumbarse el templo o asomar la luz divina, hoy los medios nos ofrecen el espectáculo de un avión de Aerolíneas Argentinas despegando de Moscú con 300 mil dosis (información oficial, siempre sujeta a modificaciones y errores) de la pócima mágica, una vacuna rusa sobre la que hay más dudas que certezas y más vacíos de certificación que comprobaciones. El vuelo se relata como una hazaña épica en tono de relato futbolero (argentinidad al palo). El vendedor, que prevenía el uso del remedio fantástico en mayores de 60 años, tarda apenas 48 horas en afirmar lo contrario, de acuerdo con las urgencias políticas del comprador. Como se suele decir, el cliente siempre tiene razón.
En su libro, Safranski recuerda una discusión entre Wolfgang von Goethe y su colega Friedrich Schiller, quienes en el siglo XVIII planteaban la existencia de dos formas de narrativa: la épica y la dramática. La primera cuenta y magnifica hechos del pasado y los da como inmodificables, con un aura legendaria. El espectador, oyente o lector los ve a la distancia, no le están ocurriendo. En el drama, lo que se narra lo involucra, lo golpea. Hoy y aquí, la narrativa oficial apela a la épica, el relato es su gran especialidad. No importa cuántos argentinos quiebren, se depriman, cuántos, en su desesperación, se suiciden o se dejen morir, cuántos pierdan sus ahorros y su esperanza. Importa cuántos salvaremos, proclama el narrador. Y aunque miles sigan muriendo o infectándose, el relato (y su relator, siempre dispuesto a cambiar el libreto o adecuarlo a las exigencias de la productora) seguirá pidiendo fe a los creyentes. Mientras tanto, el drama se sigue viviendo en el día a día de quienes ya perdieron hasta la fe. Que son muchos más, varios millones más, que los 300 mil a los que supuestamente salvará la pócima celestial.
Así comienza 2021. Como advertía Albert Einstein, pasado, presente y futuro son convenciones, el tiempo es uno solo. En esta dimensión en la que existimos el salto en el calendario no borra el pasado ni trae un futuro diferente. No mientras los protagonistas sean los mismos. Esos que piden creer en la nueva religión solo porque ellos lo mandan. Feliz año nuevo, estimados lectores de PERFIL.
*Escritor y periodista.