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Los cambios que necesitan producirse en Argentina muy difícilmente se logren mientras no se operen en la clase dirigente a la que cada vez le resulta más fácil mantenerse en su espacio de confort.
Se analiza como un gran misterio la  tolerancia de los argentinos con temas de la gravedad como el de la tragedia de Once o del enriquecimiento ilícito de centenares de funcionarios pertenecientes a gobiernos presentes y pasados; el imparable empobrecimiento; etc. La única respuesta radica en que entre unos y otros la distancia es casi irreductible.
El margen de maniobra de la clase dirigente, está claro, es laxo sin que prácticamente alguna vez se tope con barreras del orden de lo cultural, lo ético ni de lo pragmático que lo vincule con la sociedad y el daño que le inflige. La conducción pocas veces se encuentra con la amargura que provoca  la gente revolviendo la basura, yendo a colegios donde se aprende cada vez menos o muerta en la calle.
La clase dirigente no parece enfrentarse a situaciones que la impulsen a pensar que experimentará una pérdida de prestigio o de poder aun haciendo todo mal y llevando las cosas a un estado peor del que lo encontraron. ¿Cómo cabe imaginarse que el país no estallara al descubrir la red de narcotráfico en Rosario?  La sociedad no encuentra desde dónde posar su mirada crítica para presionar.
Es falso creer que hay una ciudadanía que mansamente acepta el deterioro. A la sociedad con más o menos espanto la gustaría que eso cambie. El problema no radica en la pérdida de asombro de electores cada vez más mediocres que avalan con su voto un estilo de conducción.    En su conjunto se asombra por la inseguridad; se irrita por el enriquecimiento a expensas de sus carencias; se entristece por las muertes; por el descontrol. Lo que sucede es que esas  sensaciones transcurren en un espacio sin conexión con el habitado por una elite política a la que le es posible orbitar en un universo diferente.

  *Politóloga.