Nuestro mundo se diluye en arsénico. Pecaré de ingenuo: yo creo en varias noticias que se leen en Internet. Ya no nos asusta la pampa desvastada por la mortífera soja al compararla con lo que las minas a cielo abierto están haciéndole al medio ambiente. Lo de La Alumbrera es genocida: contaminan 100 millones de litros de agua por día con cianuro y arsénico. El agua es almacenada en diques y desde allí se filtra nuevamente a las napas. Se han secado centenares de vertientes vecinas, con el consiguiente desplazamiento de campesinos, huertos y viñedos. Me sumo a la preocupación de mi columnista vecina Gorodischer: la migración de animales, los yacarés en Rosario, las mutaciones genéticas para sobrevivir a otros entornos, son quizá el menor de los problemas. Pero se ven, porque tienen imagen. En el Valle Calchaquí, el 80% de los niños en Andalgalá tienen arsénico en la sangre, se ven zorros pelados en la ruta y las cabras se mueren de golpe sangrando por la nariz. No acuerdo con quienes suponen que la ecología es otro invento capitalista para proteger la vida del delfín por sobre la del hombre. Mueren cabras, y mueren niños. Sin embargo, todo esto constituye una noticia obvia, recurrente y peregrina: deja de verse. ¿Y los medios? Parece que Clarín publicó en agosto un suplemento de 12 páginas bancado por vaya uno a saber quién, bajo el optimista título de “Minería ambiental. Políticas de sustentabilidad para un sector que crece”. Claro: una nota así es una verdad más corpórea que mil cadenas por Internet. Así que, tal vez convencidos por Clarín de que una mina es algo genial, el gobierno de Catamarca anunció una nueva mina dos veces más grande que La Alumbrera, bajo el provocativo nombre de “Agua rica”.
Mientras, Jaime Roos cantó en Fray Bentos para la Fundación Botnia, encargada de lavar la imagen de tanta chimenea, tanto desecho, y tanto obrero muerto. Los poderes económicos utilizan hábilmente la más poderosa de sus armas: la administración pública de las imágenes. Que son las que construyen el mundo como representación. Roos mandó tapar el logo de Botnia, y sólo se dejó filmar 15 segundos: la guerra es de imágenes. ¿Alcanzará, Jaime? ¿O tendrán que llover ranitas para suspender las actividades culturales de Botnia?