Como una máxima religiosa ingresó, en el mundo creyente de los mercados, una frase antológica que Néstor Kirchner lanzó en su primer viaje a Madrid. “No lean mis labios, vean lo que hago”. Con este argumento, la política del tero, los operadores económicos justifican no sólo mantener sus posiciones de títulos y acciones, sino que renuevan y multiplican sus inversiones, obligan a la suba en los mercados bajo el convencimiento de que la Argentina no irá al default. Rige, dura como una roca, la frase de Néstor que en apariencia decidió heredar su viuda temporalmente muda (faringolaringitis) y paralizada (ni un tuit orgulloso le envió al equipo argentino que pasó a la final de fútbol). Es como si los inversores no creyeran en las declaraciones ambiguas del ministro de Economía sobre una eventual bancarrota, solicitadas agresivas o la descalificación que algunas consultoras han determinado sobre la economía argentina. Más bien, se exaltan financieramente en una contumacia unánime: cuanta más información negativa llueve sobre el país, más dinero lúdico apuestan sobre su prosperidad. Casi esquizofrénica la conducta, quizás apoyada en ciertos supuestos de racionalidad: si han pagado hasta lo que no iban a pagar, ¿cómo no van a saldar con los holdouts?, o ¿quién cree que se puede ir al default por apenas 1.500 millones de dólares? Esto es, si el Gobierno dobló el camión hacia la derecha, ¿cómo lo va a estrellar por el lado izquierdo? Agregan para su coleto: Axel Kicillof hechizó al mediador del juez Griessa, Daniel Pollack, lo entretuvo durante más de dos horas con su relato sobre la historia económica, no se sabe si la fascinación fue por atender una mirada a punto de extinguirse como ciertas especies animales o al encandilamiento que ejerce el funcionario con su verba convincente. Habrá que recordar, en la misma línea de espejismos, que el titular de Chevron –luego de firmar el acuerdo secreto con el Gobierno– quiso conversar con Kicillof en un almuerzo a solas para “conocer más en profundidad sus ideas”. Para tanta especulación ansiosa, hay un alivio: en menos de 20 días se resolverá este enigma contradictorio.
Cuesta entender este fenómeno financiero, casi una ruleta del subdesarrollo, tanto como otro de la política: el de los tres candidatos presidenciales hoy mejor posicionados. Ocurre que abundan los análisis sobre las diferencias entre Mauricio Macri, Sergio Massa y Daniel Scioli cuando, en rigor, el trío se caracteriza por la uniformidad. Como si fueran lo mismo, salidos de una matriz común. Si hasta se visten igual, se tropieza para distinguirlos estéticamente: traje o saco azul, sin corbata para suponerse más jóvenes Scioli y Macri, ahora con corbata Massa para que lo imaginen menos “amuchachado”. No confrontan por orden de sus asesores, coinciden en calificar al kirchnerismo con el mismo puntaje medio (repiten siempre “hay que reconocer las cosas que se hicieron bien”), a veces Scioli añade un matiz más oficialista (“vamos a terminar lo que falta hacer”) confiando –dicen– en una reunión de noviembre pasado en la que Cristina le dijo que él sería, finalmente, su candidato. No le queda otra que confiar en esa presunta palabra: si la mandataria no lo nomina, quedaría a la intemperie, sin lugar adonde ir, ni lazos ni apoyaturas, a merced de que Ella decida –por ejemplo– en candidatearlo para la Jefatura de Gobierno porteño ya que ese distrito ha sido siempre impenetrable para los K. “Vos siempre quisiste ese cargo”, diría sonriendo el difunto Néstor.
Ninguno contesta lo que le preguntan, priorizan su propio mensaje como una discusión de sordos, se alteran con el periodismo crítico, optan por colaboradores rentados que bien podrían asesorar a sus dos rivales, gustan más del dedazo que de la instancia democrática, son autoritarios en la cúpula, los tres admiran la forma en que Néstor ejerció el poder. Además, le temen a lo que Cristina planifique o determine, saldrán de esa esclavitud –en ocasiones remunerada– a medida que se desarrolle el teorema natural de que el poder se pierde progresivamente cuando se acerca el fin del mandato. Difieren tal vez en sus relaciones matrimoniales por razones de duración, eligen colores para identificarse como las chaquetillas del turf (amarillo Macri, naranja Scioli, Massa sin definición cromática aún), ninguno cuestiona el negocio del juego, nítidamente viven de ese silencio como la misma Cristina. Es una cultura. Como fue en España cuando los partidos se llevaban porcentajes de las maquinitas y la falta de control según la cantidad de votos que obtenían. Otra afinidad es la esquiva actitud ante el caso Boudou: Macri por estar procesado como el vice, Massa por haberlo introducido en la Administración Nacional, Scioli por estar en el mismo gobierno y para que el vice no le impute vinculación con una empresa del juego que compitió contra Boudou (Bolt). Uno duerme menos que los otros (Massa), otro come más (Scioli), finalmente Macri usa su profesión de ingeniero para generarse más tiempo libre. Hábitos que más de uno tiene en cuenta, aunque más gordos o menos dormidos, los tres fingen no ser personalistas cuando esa tentación los domina hace tiempo.
Son candidatos sin estructura en busca de alianzas en todo el país, se ofrecen como padrinos conocidos para otros emprendimientos menores; quizás Macri haya avanzado un trecho superior en esa materia: hay pacto implícito desde hace meses con el radicalismo de los Sanz y Lousteau (¿podría ir de dos de Horacio Rodríguez Larreta en la Capital?), también con la alborotadora Elisa Carrió. Sin prejuicios en el “todo por ganar”, señalando ahora el alcalde que está lejos del peronismo cuando alberga a una pata de esa fracción en su entorno (Ritondo, Santilli y acuerda contratos varios con Hugo Moyano, incluyendo a su hijo Facundo que antes le sonreía a La Habana y festejaba como solista bolerudo en los cumpleaños de la hija de Cristina). Sin duda los tres habrán de suscribir cualquier Moncloa de entrecasa que armen empresarios, iglesia y sindicatos, tendrán de pantalla medidas que ellos no se atreven a modificar (el gasto público, los subsidios). En fin, hablan como si ya fueran presidentes para afirmar su propósito, son obedientes hijos de los traductores de encuestas: se adaptan al público, dicen lo que éste quiere escuchar, modelan su personalidad de acuerdo a esta demanda. Desprecian el populismo, pero difícilmente uno de los tres haga en la cima algo contrario a esta tendencia. La Argentina divina.