Guildhall, corazón de Londres, junio de 2014. De frac, algunos tiesos y atentos, otros al borde de la somnolencia, un centenar de banqueros, presidentes de corporaciones, parlamentarios, directores de firmas mundiales de inversión y renombrados economistas se preparan para oír el discurso del nuevo gobernador del Banco de Inglaterra, el canadiense Mark Carney.
El banquete es en la sala central de un edificio gótico del 1400, único de ese período no construido para ser templo o convento sino para una función –en principio– bien diferente: cobijar a mercaderes y banqueros y organizar el cobro de tasas y gabelas. Un escenógrafo hubiese pensado en difundir por los parlantes la marcha Pompa y circunstancia para estimular los lagrimales autóctonos, siempre inclinados a la autoestima.
Pero el discurso de Carney resultó ser liberador de un resorte que puso al borde de las sillas a muchos invitados y de relampagueantes cruces de miradas entre varios de ellos.
Es que sus dichos, deliberada o zonzamente ignorados por la mayoría de los medios mundiales y locales, insinúan una virazón en el abordaje conceptual y político de algunos banqueros y economistas –pocos, por ahora– en los próximos años.
Mientras la audiencia se aprestaba a oír con placidez de labios del gobernador las previsibles confirmaciones de la continuación general del statu quo, unos pocos se mostraban perplejos con el tema de su exposición: “Capitalismo inclusivo: la creación de un sentido de lo sistémico”.
A continuación, lo dicho por el prominente banquero:
◆ “Así como toda revolución devora a sus hijos, el capitalismo de mercado descontrolado puede devorar el capital social, esencial para el dinamismo a largo plazo del propio capitalismo”.
◆ “Todas las ideologías son proclives a los extremismos. En vísperas de 2008, la creencia en el poder del mercado entró en el reino de la fe (religiosa)”.
◆ “Los grandes bancos eran demasiado grandes para fracasar y operaban bajo la protección del principio ‘Cara, gano yo; ceca, perdés vos.’”
◆ “Para lograr la prosperidad, no basta con la inversión de capital económico, también es necesaria la inversión en capital social”.
◆ “…el capitalismo financiero no es un fin en sí mismo. Los bancos están fundamentalmente para intermediar entre prestatarios y ahorristas (que actúan) en la economía real”.
No muy lejos de la City, “la milla cuadrada” que se incrusta y se diferencia de la inmensa ciudad en riqueza y estatutos, tiene su sede la Escuela de Economía de Londres.
La publicación –el año pasado– de un libro escrito por uno de sus ex alumnos levantó una borrasca entre analistas financieros, académicos y gurúes cuyos efectos aumentan día a día.
Thomas Piketty, 43 años, doctor en Economía a los 22, es el autor de El capital en el siglo XXI, que ha causado sensación en Estados Unidos (300 mil ejemplares vendidos) y se agotó en Francia. El nombre de este militante socialista ya repica en todas partes, engalanado con adjetivos como “Marx moderno” o “Alexis de Tocqueville del siglo XXI”.
Nacido en París en el barrio de Clichy (algo así como Villa Lugano o Dock Sud), hijo de trotskistas, Piketty fue saludado por Paul Krugman (Nobel de Economía 2008) como el creador de una sustancial “meditación sobre la desigualdad”, en un inteligente e imprescindible análisis publicado en la New York Review of Books el 8 de mayo.
El libro busca probar –apoyándose en una demoledora cantidad de estadísticas y datos nunca antes reunidos, asociados, comparados ni analizados como él lo hace– que no es cierto que el capital mejore la vida del conjunto de la humanidad. Con lo que deja al desnudo uno de los mitos centrales del “gran sueño americano”. Mito levantado precisamente sobre aquella certeza fundacional.
Para Piketty, el capitalismo, lejos de reducir la desigualdad, la empeora. Con un estilo elegante y referencias a la literatura francesa, americana e inglesa, incluye también profusas estadísticas y fórmulas matemáticas.
Sobre un impresionante andamiaje documental y técnico, el académico francés ahonda sin trepidar en aseveraciones de gran calibre, como aquella en la que sostiene que “el capital se acumula y, junto al dinero que produce, se acumulan más y a mayor velocidad que el crecimiento que inducen”. Según el francés, este fenómeno se aceleró en los años 80, cuando se eliminaron muchos controles sobre el capital.
Para él, como la desigualdad va en aumento y se acelera, lo que ocurrirá es un aumento de las perturbaciones y discordias sociales mundiales.
En cuanto a las soluciones que arriesga, se resumen en una gran modificación estratégica de la planificación y la acción política basada en la instauración de un impuesto progresivo sobre la riqueza; es decir, sobre la propiedad privada.
Si algún efecto causa una lectura selectiva y parcial, sazonada con apreciaciones críticas de prestigiosos colegas del joven francés, es el de la necesidad de leer y meditar un texto que refiere a una causa cenital del malestar político imperante urbi et orbi, malestar que interconecta múltiples avatares, que van desde el fenómeno de las plazas: Ocupar Wall Street, las del 15M en Madrid, el fenómeno de Grillo en Italia, etc., hasta las preocupaciones expuesta por el Grupo de los 77+China en Santa Cruz de la Sierra, o el bochornoso olvido de las promesas reformistas de los banqueros centrales de la UE tan pronto como se compuso –con curitas y alfileres– la crisis griega. O aun la actitud del propio presidente Obama, que ni siquiera logra que un Congreso remolón y controlado por cabilderos pagos le apruebe un módico plan de salud.
El padre Bergoglio (S.J. y papa) le dijo al periodista judío del diario La Vanguardia –que fue quien armó la visita de Shimon Peres y Mahmoud Abbas a los jardines del Vaticano–: “Nuestro sistema económico mundial ya no se aguanta”. Acto seguido el periodista, Henrique Cymerman, le pregunta si se considera un revolucionario, a lo que Bergoglio dice, citando la canción italiana Zingara (ganadora del Festival de San Remo de 1969 y escrita por Enrico Riccardi y Luigi Albertelli): “Prendi questa mano, zíngara, y ‘léeme el pasado’”. Dice más que lo que está escrito.
Tampoco era revolucionario Dwight D. Eisenhower, un realista de cosecha, quien el 17 de enero de 1961, en su discurso de despedida como presidente de los EE.UU. soltó: “…debemos estar atentos para impedir el aumento de la influencia, querida o no, del complejo militar e industrial”. Y agregó algo bien augural: “El potencial para que ocurra un desastroso surgir de un poder fuera de lugar existe y seguirá existiendo”.
Es en el centro de irradiación del crecimiento de un poder “fuera de su lugar”, como el que hoy se verifica a través del melanoma financiero y su creciente dominio sobre medios y gobiernos, que se produce la convergencia entre el pensamiento, las propuestas y las advertencias de los cuatro hombres citados: el banquero Carney, el académico Piketty, el papa Bergoglio y el economista Krugman. Y la de todos ellos con la profecía de Eisenhower. Y con el malestar global de las plazas.
Citando a Balzac, Piketty evoca a uno de sus personajes, el malandra Vaudrin, quien afirma que ningún resultado del trabajo inteligente puede superar en rentabilidad al casamiento con una rica heredera.
Los mercados están encontrando hoy, quizá, los límites a la prepotencia del cinismo.
Las características de la dramática pulseada entre el poder financiero cloacal concentrado y la voluntad popular de un país democrático intermedio, que estamos viviendo los argentinos, es –aunque doliente– también docente. La vergüenza no abruma esta vez al deudor; el acreedor y sus guardianes comienzan a ver a su alrededor el inédito fenómeno de dedos que los señalan. Un banquero inglés, un economista francés, un papa argentino, un Nobel de Economía y un ex presidente militar americanos abren ventanas a la posibilidad de combates menos desparejos entre el dinero y la democracia. Y a la fundación de un modelo económico global intermedio, de factura más ecuánime y viable.