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Apuntes en viaje

Catch

De a poco llegaban los luchadores. Hombres en ropa de calle, pero con la máscara puesta. Un bolsito al hombro donde llevarían el traje para cambiarse.

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De a poco llegaban los luchadores. Hombres en ropa de calle, pero con la máscara puesta. Un bolsito al hombro donde llevarían el traje para cambiarse. | Marta Toledo

Cuando era chica de los Titanes en el Ring me gustaban más los muñecos que venían con el chocolate Jack que los Titanes en sí. Los veíamos con mi hermano en los televisores de los vecinos, pero no terminaba de creerme que las acrobacias que hacían fueran de verdad. Mi hermano y los vecinos decían: faaaaa! paaaa! acompañando con asombro los golpes secos de los cuerpos sobre el cuadrilátero. Pero yo miraba y los miraba con gesto de suficiencia como diciendo: qué pavos pensarse que se están pegando en serio. Siempre fui una chica vieja.

De grande, en cambio, me atrajo un poco más la mística de los Titanes, sobre todo de Karadagian. Hay una entrevista maravillosa de María Moreno. Me atrajeron como siempre los chismes, las peleas, los rencores soto voce, todo lo que se pudre y se fermenta en esos grupos que de afuera parecen una familia.

Hace unos años fuimos a la Feria del Libro de Guadalajara con Leo Oyola. Era nuestro primer viaje “de escritores”, el primero importante que nos ponía a los dos juntos en un avión y que a mí me había obligado a hacer el pasaporte. De la mesa llena de colillas, papeles y botellas de cerveza de la casa de Laiseca, adonde nos habíamos conocido, a un panel de escritores. Faaaa.

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Nos encontramos en Ezeiza con valijas demasiado grandes para un viaje que iba a durar apenas unos días. Leo ya había viajado a España una vez, pero yo era la primera vez que salía del país. También fue la primera vez que me hospedé en un hotel de cinco estrellas, con una tarjeta magnética para abrir la puerta y activar la electricidad. Nada que ver con las llaves de los hoteles de provincia que había frecuentado, adosadas a un taco de madera que había que dejar en la recepción cada vez que salías. Nos llevaron a restoranes buenísimos, las editoriales grandes donde publicaban Leo y otros escritores de la partida. A mí me invitaban porque les daría pena dejarme sola comiendo en el hotel. Era la única argentina del indie ese año.

Sin embargo, la buena vida nos cansó rápido. Ya habíamos recorrido todos esos lindos restoranes; ya habíamos hecho un tour a un pueblo que parecía el set de filmación de una película yanki de la época de la Revolución; ya habíamos comprado sombreros, guayaberas y remeras con la imagen de la virgen de Guadalupe. ¿Ahora qué?

Entonces ese domingo, el último día antes de pegar la vuelta, Leo me cayó con la propuesta. De camino de la Feria al hotel había visto, en la calle, unos afiches que anunciaban lucha libre, catch. ¿Cómo los Titanes?, le pregunté. Leo se rió como un nene y me dijo que sí, como los Titanes. Le preguntamos al chofer de la combi que nos llevaba de un lado a otro y el hombre dijo que sí, que había una arena cerca, y que pues claro que sí, que nos llevaba.

Nos subimos a la camioneta y el hombre nos dejó en la entrada. Quedamos que en dos horas pasaba a buscarnos. Era una especie de club de barrio, chiquito y humildón. Pagamos nuestro boleto y entramos. Había algunas gradas y todavía poca gente. Familias con muchos niños. Una barra adonde vendían botanas y cerveza en vasos de plástico. De a poco llegaban los luchadores. Hombres en ropa de calle, pero con la máscara puesta. Un bolsito al hombro donde llevarían el traje para cambiarse. Los niños y las niñas (porque hay muchas nenas fanáticas del catch) los recibían con vivas o abucheos, según fueran héroes o villanos. De repente se apagaron las luces de la sala, tronó la voz del relator por el micrófono, y los luchadores empezaron a salir de entre las sombras como polillas de trajes brillantes hacia el círculo de luz.