La cámara enfocaba al periodista Eduardo Feinmann y a la locutora María Muñoz, que elogiaban la espontánea y vibrante movilización de las clases medias porteñas contra el estado de sitio anunciado por el presidente Fernando de la Rúa, cuando el conductor del programa Después de Hora, Daniel Hadad, hizo un gesto con la mano y los interrumpió: “Señores, perdón, perdón, perdón… Está en estos momentos renunciando Domingo Cavallo”, y cerró la tapa del celular. Hubo aplausos en el estudio y también en la Plaza de Mayo, desde donde un móvil transmitía en vivo. Ya era jueves 20 de diciembre de 2001, y los radicales intentaban frenar el colapso del gobierno de la Alianza.
Dirigentes del oficialismo y del peronismo negociaban una solución de último momento en el hotel Elevage, en la zona de Retiro. El radical Enrique “Coti” Nosiglia marcó el número de Hadad y le pasó la primicia. “Cavallo está yendo a la residencia de Olivos a presentar la renuncia”, agregó.
Hadad dirigía Radio 10 y en el canal América 2 conducía en vivo un programa muy visto entre las 0 y las 0.45, con una línea editorial crítica hacia De la Rúa y su gobierno. Incluso, dialogaba con un dibujito animado de De la Rúa, que lo mostraba dubitativo, timorato e inconsistente. “Señores, no están escuchando el viento”, era la muletilla preferida de Hadad.
Cavallo se enteró de su renuncia mirando la televisión, en el living de su departamento de Libertador y Ortiz de Ocampo, en Palermo, mientras veintiún pisos más abajo unas cinco mil personas lo insultaban y le reclamaban que se fuera del gobierno. Él asegura que llamó por teléfono al presidente.
—Fernando, en la televisión están anunciando mi renuncia.
—No, no, es una jugada de ellos.
—Te repito lo que te dije hace un rato: si lo que necesitan es mi renuncia, yo no tengo inconveniente en renunciar.
—No, de ninguna manera. Vamos a resistir esto; están pidiendo tu renuncia para que caiga el gobierno, para que caiga yo también.
Una hora antes, Cavallo había hablado también con el ministro del Interior, el cordobés Ramón Mestre, quien le dijo que no se preocupara por los manifestantes porque enviaría policías para proteger el edificio.
—Yo no me preocupo, con tal de que no entren en mi casa. “No sé si vino la policía o no vino; de todas maneras, acá, al edificio no entraron. Y me fui a dormir porque estaba cansado”, agrega.
A la hora en la que habló con el presidente, cuando habían pasado cuarenta y cinco minutos del jueves 20, otros periodistas y medios de comunicación reproducían la noticia de la renuncia del funcionario más odiado por la opinión pública. La habían confirmado en consultas a sus fuentes; por ejemplo, el ex diputado Rafael Pascual recuerda que habló con Gustavo Sylvestre, que en aquel momento trabajaba en el canal TN, del Grupo Clarín.
La estocada final que vino desde Washington
Pero era todo un montaje: Cavallo no había renunciado. Nosiglia se lo confesó a Hadad unos meses después: “Le dijo que les había dado una gran mano. A Daniel, eso no le gustó nada y se lo dejó muy en claro”, confía un asistente del periodista y empresario.
Pascual explica que estaban en plena negociación con los peronistas para salvar al gobierno. Esa jugada podía o no salir bien, pero era claro que partía de la renuncia de Cavallo para, al menos, descomprimir la tensión política y enfriar las protestas populares.
“Nos llamaban los medios —cuenta Pascual— y no teníamos todavía nada concreto para anunciar. Se nos ocurrió con Marcelo Stubrin: ‘Vamos a decir que renunció Cavallo’.
Los periodistas lo empezaron a buscar a Cavallo y no lo encontraron, por suerte para nosotros. La verdad es que estábamos desesperados”.
En el hotel Elevage, en la calle Maipú al 900, Nosiglia era poco menos que el anfitrión de un tan conspicuo como confundido vértice de dirigentes radicales y peronistas. Por el oficialismo estaban también el jefe de Gabinete, Chrystian Colombo; Mestre; el titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado, Carlos Becerra, y Pascual, entre otros. Por la principal fuerza opositora, el presidente provisional del Senado, Ramón Puerta; el gobernador de Buenos Aires, Carlos Ruckauf; el senador Eduardo Menem; el diputado Miguel Ángel Toma y varios más. La invitación formal había sido del ministro Mestre, quien en plena reunión recibió un llamado de uno de sus hijos, desde Córdoba.
—¿Vos viste lo que está pasando?
—¿Qué está pasando?
—La gente está en la calle; hay una multitud en la Plaza de Mayo. Mirá la televisión.
Mestre dejó el celular sobre la mesa.
—Me dice uno de mis hijos que la gente está en la calle. ¿Pueden prender ese televisor?
Fue así como varios de los principales dirigentes del oficialismo y de la oposición se enteraron de cuál había sido la reacción popular frente al anuncio presidencial del estado de sitio. Absortos, completamente abrumados por la realidad, se quedaron callados durante varios minutos mirando las interminables columnas de porteños que marchaban hacia un puñado de puntos estratégicos que incluían la Plaza de Mayo, el Congreso, el domicilio de Cavallo y la quinta de Olivos.
—¡No se puede creer! —soltó un radical.
—Es el efecto del “corralito”. Son todos votantes de Fernando, toda clase media; acá, del conurbano profundo no hay nadie, evaluó Ruckauf. Y contó el enojo de su esposa.
—El “corralito” me agarró a mí también con plata en el banco. Cuando lo anunciaron, mi mujer me preguntó: “¿Y el plazo fijo?”. “No se puede sacar, nadie puede sacar nada”, le contesté. “Pero están en la política todo el día, ¿cómo ninguno se dio cuenta?”, me dijo.
—Peor es lo que le pasó a Fernando (De la Rúa). Me contó que él e Inés (su esposa) vendieron el departamento y depositaron el dinero en el banco. Ahí está, en el “corralito”, relató otro radical (…)
La crisis fue avanzando y, en un intento de quebrar la inercia, el español Carmelo Angulo Barturen, representante en la Argentina del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, solicitó a Casaretto que le prestara la sede de Cáritas para “un encuentro de las figuras más representativas del quehacer argentino”.
Más allá de los formalismos, todos los invitados interpretaron que la Iglesia avalaba la propuesta de Angulo Barturen frente a una situación que juzgaba “terminal”.
La reunión se hizo el miércoles 19 de diciembre, a dos cuadras de la Casa Rosada. Casaretto cuenta que a las diez de la mañana “estaban presentes casi todos los dirigentes políticos, empresarios y sindicales. Entre ellos, el ex presidente Alfonsín; el ex vicepresidente Duhalde; Enrique Olivera (titular del Banco Nación); sindicalistas como (Hugo) Moyano y (Rodolfo) Daer; empresarios como (Eduardo) Costantini. Eran alrededor de cincuenta personas”.
El consenso del encuentro pasaba por un cambio de gabinete y el abandono de la Convertibilidad. “Conforme se iba desarrollando la reunión -agrega Casaretto- se hizo claro, sobre todo desde la posición del sindicalismo, que cualquier acuerdo debía basarse en la renuncia del ministro de Economía y en la posibilidad de salir del uno a uno”.
Colombo y Mestre, junto con Olivera, defendían la posición del gobierno. A las once, entró De la Rúa. Sostiene Casaretto que “la posición más crítica hacia él fue protagonizada por los sindicalistas, quienes de una manera muy cruda le hablaron de la difícil situación por la que se estaba pasando y de la necesidad de abandonar una posición de dureza en materia económica. En esta misma línea intervinieron otros dirigentes”.
De manera indirecta pero clara, el presidente rechazó las críticas y desechó los cambios: “Les quiero contar dos cosas. En primer lugar, en cuanto a la violencia, tengo información de las provincias de que esto se va superando; en segundo lugar, estamos al habla con el FMI para resolver el impasse desde que vino la primera cuota del préstamo ya acordado”.
De la Rúa interpretó que, más allá de las repetidas alusiones a “un gobierno de unidad nacional”, se trataba de una reunión opositora y, en un gesto inequívoco, se retiró antes de que finalizara y dejó a Colombo como su representante.
La evaluación de Casaretto es contundente: “Tanto a Eduardo Serantes, director de Cáritas, como a Cristina Calvo, asesora de Cáritas, y a mí mismo, nos quedó claro que el presidente había perdido quizás la última oportunidad de rescatar un acuerdo de gobernabilidad”.
Fuera de la sede de Cáritas se había reunido una muchedumbre, formada por vecinos y oficinistas de San Telmo y empleados de Telecom en problemas con esa empresa.
“A De la Rúa le faltó voluntad política para seguir y el PJ lo empujó a una salida anticipada”
De la Rúa fue despedido con cascotes y huevazos. “Inepto, ¡ponete a gobernar!”, le gritó una mujer. El enojo era generalizado, contra toda la dirigencia: “¡Gordo ladrón, vendé el camión, ponete a trabajar!”, le gritaron a Moyano. Tampoco se salvó Alfonsín: “Alfonso, ¡volvé a la cueva!”, lo castigó un señor mayor. Ni Aníbal Ibarra, el jefe de Gobierno porteño: “Traidor, no nos desalojes”, decían carteles de cartón sostenidos por vecinos del barrio.
De la Rúa no aprovechó en el encuentro en Cáritas las referencias de varios de los participantes a un gobierno de coalición. Pero, en aquella noche fatídica, poco antes de las veintitrés y en el último tramo de su mensaje por radio y televisión, el presidente convocó a la “unidad nacional” y a “un amplio y responsable consenso para lograr las soluciones”. Y agregó: “Por eso, convoco una vez más a los partidos políticos, a los gobernadores y a los bloques legislativos del Congreso para acordar las decisiones que exige la hora.”
El eje del discurso fue el anuncio de una medida extrema: la declaración, por decreto, del estado de sitio en todo el territorio nacional durante treinta días. En ese lapso, el presidente podía ordenar el arresto de cualquier persona, sin más trámite, aunque al detenido le asistía la opción de pedir la salida del país. Y quedaban restringidos los derechos individuales, en especial los de reunión -protestas, movilizaciones y actos públicos- y huelga.
“Decidí -argumentó- poner límite a los violentos que se aprovechan de las penurias ajenas. Han ocurrido en el país hechos de violencia que ponen en peligro personas y bienes, y crean un estado de conmoción interior”.
De la Rúa apuntó contra quienes, en su opinión, eran los responsables políticos de los saqueos y las protestas: “En un contexto económico y social donde muchos argentinos sufren serios problemas, grupos enemigos del orden y de la República aprovechan para intentar sembrar discordia y violencia, buscando crear un caos que les permita maniobrar para lograr fines que no pueden alcanzar por la vía electoral”. La referencia al peronismo de Duhalde, a quien había derrotado en los últimos comicios, parece evidente. Dos horas antes del mensaje por cadena nacional, De la Rúa había negado en una charla con periodistas que declararía el estado de sitio. Tal vez por eso, el anuncio tomó por sorpresa a los porteños y los terminó de enojar contra el presidente; de manera espontánea, pasional y masiva, salieron a la calle con sus cacerolas, jarros y cornetas. Muchos de ellos -seguramente, la mayoría- habían sido fieles votantes de De la Rúa desde 1973, cuando derrotó al peronismo e ingresó al Senado. “¡Que se vaya!, ¡que se vaya!” fue la consigna más coreada en la Plaza de Mayo. Junto con otra: “¡Qué boludo, qué boludo, al estado de sitio, se lo mete en el culo!”.
Los porteños lo habían empinado hacia la Casa Rosada y ahora, en un gesto inédito, sin precedentes en la historia, le quitaban la banda y el bastón.
(*) Escritor y periodista. Fragmento de su libro Doce Noches. 2001. El fracaso de la Alianza, el golpe peronista y el origen del kirchnerismo.