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A 20 años de la crisis social y política de diciembre del 2001

De aquellos días hemos aprendido que la sociedad tiene capacidad de movilizarse, salir a la calle y luchar por una vida más justa.

saqueos
Imágenes de los convulsionados días de hace dos décadas. | Daniel Cáceres

En estos días se cumplen 20 años de aquellas tristes jornadas del 19 y 20 de diciembre donde hubo un gran estallido social y político, con represión, muertes, movilizaciones hacia las plazas en las principales ciudades argentinas y fundamentalmente donde se expresó la peor crisis de legitimidad y representatividad institucional.

Cuando se mira atrás, sobre todo lo que han dejado esos dos días, se puede advertir que la crisis desatada a fines de los años 90 afectó no solo a los sectores populares, sino a las capas medias y medias alta de la sociedad argentina.

Las políticas de reducción del gasto público, traducidas en ajustes y más desempleo, la pérdida en su capacidad acumulativa, confiscación de sus ahorros y la desconfianza o falta de credibilidad en la democracia como sistema político/institucional, fueron el caldo de cultivo para que estos sectores se unieran a los reclamos de los desocupados y culminaran en una catástrofe.

Es como si de golpe la sociedad comprendiera cuánto les afectaba el modelo neoliberal implementado durante el gobierno de Carlos Menem.

“Piquetes y cacerolas, la lucha es una sola” y “que se vayan todos, que no quede ninguno”, fueron consignas que los y las ciudadanas sacaron a las calles de Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Neuquén, entre nosotros, para dar cuenta del descontento y bronca acumulada, suscitadas por las políticas de ajuste y las injusticias que se sentían a flor de piel.

“Piquetes y cacerolas, la lucha es una sola” y “que se vayan todos, que no quede ninguno”, fueron consignas que los y las ciudadanas sacaron a las calles para dar cuenta del descontento y bronca acumulada, suscitadas por las políticas de ajuste y las injusticias que se sentían a flor de piel.

Las manifestaciones fueron variadas y de distintos signos y color: hubo saqueos a pequeños y grandes comercios, destrucción de símbolos patrios, atentados contra establecimientos públicos, ataques con piedras y huevos a los edificios donde operaban grandes firmas multinacionales, agresiones verbales y físicas a autoridades de los tres poderes del Estado.

En fin, un estallido social que repercutió en los diferentes ámbitos de la vida pública y privada y cuyo desenlace tuvo como resultado la renuncia del entonces presidente de la nación Fernando de La Rúa, un saldo de 40 muertos, heridos, detenidos, el debilitamiento de las instituciones políticas democráticas y una profunda fragilidad en el tejido social.

Varias lecturas e interpretaciones se pueden realizar de esos episodios, una de ellas es ver allí el germen de nuevas organizaciones sociales y políticas, basadas en el empoderamiento que les dio el considerarse actores principales de la renuncia del entonces Presidente. De ahí en más, el repique de las cacerolas se transformó en un símbolo de disconformidad con las políticas de cualquier partido gobernante.

Otra lectura, no ajena a la anterior, es ver allí las trazas de viejas prácticas y discursos antipolíticos: “que se vayan todos y que no quede ninguno”, fue una consigna dura y contundente, cuyo contenido no era más que la demostración de un gran desprecio hacia la clase política. Un desprecio que aún sigue vigente e incluso, arriesgo mi hipótesis, exacerbado con dosis de odio libertaria.

Si en el 2001 estalló la sociedad y mostró su cara de hartazgo, la clase política no pasó por su mejor momento: como nunca antes se vio cuestionada y vapuleada, sin contar con el poder suficiente para frenar los ataques. Habían caído en un descreimiento profundo que arrasó a las instituciones y a los propios políticos.

De esto, creo, hemos aprendido dos cosas, la primera, que la sociedad tiene capacidad de movilizarse, salir a la calle y luchar por una vida más justa. La segunda, que la clase política solo se constituye como dirigente si el pueblo le confiere dicha autoridad. La relación interdependiente entre unos y otro es y será la clave para una democracia plena.