El martes pasado comenzó la segunda edición de Asterisco, el Festival de Cine más importante de Buenos Aires (y, por lo tanto, de Argentina), puesto bajo la dirección artística de Albertina Carri, quien presenta el catálogo de esta edición diciendo que “Asterisco II es un llamado a la acción, a repensar nuestros cuerpos y nuestras identidades en este tiempo en que la cultura cis-hétero patriarcal capitalista reacciona con furia porque las voces disidentes aullamos cada vez más fuerte, cada vez más llenas de tiempo, imágenes, manada, relatos y cambios”.
Sin necesitarlo (Albertina Carri acierta por su propio pensamiento), la directora cita a Deleuze, cuyas posiciones antiestatalistas son no sólo conocidas, sino que fundamentan las micropolíticas de nuestro tiempo.
La potencia de lo viviente fue convocada (por segunda vez) en un Festival que se diferencia de todos los demás por la misión que abraza: estas películas no son meras películas del circuito de festivales (esa especie odiosa de cine débil y subsidiado) sino que son experiencias de lo desconocido: una apertura para el lenguaje y para las imágenes.
Lamentablemente, el acto de apertura estuvo muy debajo del vitalismo deleuzeano y del éxito de la primera edición de Asterisco, cuya continuidad, sin embargo, se vio amenazada. E incluso, amenazó esa felicidad al volcarse más bien hacia el sectarismo y la celebración irreflexiva e ignorante de la ley y del Estado, que en modo alguno es compatible con el espíritu del Asterisco que conocíamos y que necesitamos.
La inclusión, esa tan cacareada “política de Estado” (pero el Estado no desarrolla políticas, sino que administra los bienes, los recursos naturales, lo viviente) se convirtió en una estrategia de segregación y de delirio en pos del voto a... Scioli. Tristísimo.
Al comienzo del acto de apertura, el Sr. Gustavo Pecoraro cometió un error menor, pero imperdonable: saludó a la concurrencia como “Asteriscos y Asteriscas”, reponiendo precisamente allí donde una estrategia ortográfica había hecho desaparecer la división sexual y genérica, el género y, con él, el sistema de exclusiones y categorizaciones que ofenden la sensibilidad de cualquier persona que sabe (como lo sabe Albertina Carri) que lo queer es lo que no tiene nombre, y no se declina en ningún género.
Siguió luego una penosa alocución de un funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación que agradeció a los mil ministerios que pusieron un billete para que este festival fuera posible, a la Embajada de los Estados Unidos (silbatina de los ignorantes de la platea) y otorgó, en un momento y un lugar completamente inadecuado a semejante honor, una distinción a la Comunidad Homosexual Argentina. Hasta ahí todo fue tedioso, repetitivo, un discurso sin esperanza y sin felicidad, atado a los compromisos del esponsoreo y a una autocelebración inmerecida, porque el Estado, en los últimos diez o veinte años (para el caso da lo mismo) no ha hecho sino responder a las voces de la sociedad civil para garantizar lo único que le importa: la gubernamentabilidad.
Muy arengado, el funcionario no se detuvo en la ristra de pavadas de ocasión que de él se esperaban y quiso homenajear (no se sabe bien por qué) a la mal llamada Ley de Matrimonio Igualitario, a la Ley de Identidad de Género (podría haber agregado el Estatuto del Peón y el Voto femenino, ya que estaba) y, cómo no, a la heroína del New Yorker, la Sra. Fernández y a su marido, el Patriota Muerto, porque él votó la Ley de Matrimonio Universal. María Eugenia Estenssoro también, pero no se me ocurrió que fuera pertinente mencionarla.
Tantas cosas quiso recordarnos el funcionario para inducirnos a un determinado voto que yo, que sé que la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación prohibió la exhibición de la película El mundo de Daniel, de la realizadora Verónica Lisková (República checa, 2014, 74 minutos), tuve que salir de la sala para no vomitar mi cólera sobre mis amigos.
Después habló Albertina, y me dicen que estuvo bien. El mismo Estado (sectario y administrativista) que prohibió la exhibición de El mundo de Daniel no me dejó escucharla. Pido disculpas públicas a Albertina, cuya inteligencia merece un marco diferente.