Escuché hablar por primera vez del rebelde sirio que se supone comió un corazón cuando un amigo que vive en Beirut tuiteó algo críptico sobre unos videos. Contra mis mejores instintos, abrí uno de los links que adjuntaba a su tuit. Mostraba a soldados que golpeaban a prisioneros, azotándolos con sogas. En la barra del costado de YouTube había una lista de videos similares que promocionaban sus revulsivos contenidos: “18+, Soldados de Bashar Assad Mutilando”, y así.
Videos de este tenor han llegado a representar, cada vez más, un arma novedosa en las modernas guerras de terror. Fue durante esa búsqueda que me topé con el que ahora es mencionado como el video del rebelde que come un corazón. Al-Hamad es un hombre poseído por la fiebre asesina de la guerra siria, con todo lo que eso conlleva. En el tipo de guerra de odio sin barreras de Siria, la matanza es a menudo a quemarropa y, en el deseo de superar la última indignidad cometida por el enemigo, los instintos desatados pueden ser comparados con aquellos que sólo se ritualizan en lo más pesado de la pornografía sado.
Siempre ha sido así, que nadie lo olvide. En la guerra se mata a otro hombre y, para quitarse el miedo, se lo convierte en objeto, se lo humilla, antes o después de su muerte; se celebra su muerte; se convence uno de que lo ha conquistado realmente. Este ritual es tan viejo como la humanidad, y es algo que se vuelve a abrir cada vez que vamos a la guerra o alentamos a otros a librarla por nosotros. Quizás 99 de cada cien soldados, se limitarán a hacer lo que deben hacer, matar porque deben, porque sus sociedades les piden que lo hagan, diciéndoles que es ellos o nosotros, o porque todo el mundo alrededor lo hace, y por la creencia de que los matarán si no lo hacen.
*Escritor y periodista estadounidense. Extractos de su artículo publicado en The New Yorker.