Cuando está por llegar lo nuevo, puede ser exceso de optimismo responsabilizar por la locura que gobernó muchas acciones en los últimos años exclusivamente al factor enloquecedor que tuvo el derrumbe social, económico y cultural del colapso de 2002. Del que hasta se podría decir que no fue causa sino consecuencia de un previo deterioro social, económico y cultural. Pero Néstor y Cristina Kirchner no podrían haber surgido y acumulado el apoyo que tuvieron durante tanto tiempo sin contar como partera a aquella herida de 2002, cuyo mejor síntoma de comienzo de cicatrización es el cambio que llega más allá de cuál sea su dosis.El kirchnerismo no contó como único propulsor con la explosión del colapso de 2002, una especie de fisión nuclear social. También lo anabolizó el aumento del precio de las materias primas. Pero toda Sudamérica gozó del efecto estimulante de ese “viento de cola” que permitió a varios países financiar planes sociales (varios de Argentina están inspirados en los de Lula en Brasil) sin que sus gobiernos estuvieran atravesados por la locura. Racionalmente, el gobierno brasileño del PT está preocupado por las consecuencias que tendría un triunfo de Macri después de que Lula apoyara públicamente a Scioli y también porque las inversiones extranjeras que vendrán a Sudamérica en los próximo años preferirían más a Argentina que a Brasil, haciendo que cada nueva fábrica que pueda ser colocada de un lado u otro de la frontera se instalase en Argentina si contara con un gobierno más pro mercado como el de Macri.
No fue el rápido crecimiento de nuestros recursos por el aumento del precio de las materias primas lo que fomentó nuestro egocentrismo. El exceso de nacionalismo fue el paliativo con el que se tapó el sufrimiento que produjo el abrupto shock de empobrecimiento que tuvo como epílogo el 2002. La mejora general de la economía permitió que un gobierno enloquecido se sostuviera más de dos períodos, estirando un ciclo más allá de lo recomendable, como le sucede también hoy a Brasil. Pero la locura ha sido argentina.
Es probable que dentro de poco tiempo no podamos reconocernos a nosotros mismos en nuestra historia reciente y no podamos comprender cómo fueron posibles los dos períodos de Cristina Kirchner sin explicar que en 2002 la sociedad vivió su mayor desilusión, y los Kirchner fueron el síntoma de ese trauma.
Es difícil ser optimista después de tantas veces que se creyó en un despegue de la Argentina siempre frustrado. También es difícil que los contemporáneos de un cambio de época identifiquen en lo cotidiano aquello que luego será histórico. Pero quizás estemos en una confluencia de etapas donde terminen de pasar a retiro conjuntamente los octogenarios sindicalistas del peronismo obrero descamisado, más los políticos sexagenarios que fueron testigos y algunos hasta protagonistas de los 70. Y con ellos el sistema político en su conjunto, porque el colapso de 2002 no sólo dividió al radicalismo sino, aunque con efecto retardado, también al peronismo. En 2002 se rompió definitivamente con el bipartidismo, quedando el PJ remixado en Frente para la Victoria como una especie de fantasma de partido único al estilo del viejo PRI mexicano. Pero probablemente eso haya sido sólo la máscara que escondía el mismo efecto devastador que 2002 tuvo para la UCR pero también para el PJ.
Y lo que se esté evidenciando –tanto con la coalición UCR-PRO en Cambiemos como con la dispersión peronista entre el Frente Renovador de Massa y De la Sota, los gobernadores peronistas clásicos y los kirchneristas– sea la conformación de otra forma de bipartidismo que reconstruya el tejido político roto en 2002 donde, por un lado, tras el armado estratégico de Sanz y Macri, se agrupe gran parte del panradicalismo más otros sectores afines y, por otro, falte la coalición panperonista que agrupe a los diferentes partidos en que quedó dividido lo que antes de 2002 era el Partido Justicialista.
La existencia de dos coaliciones lo suficientemente importantes como para sucederse y a la vez impedir la perpetuidad de la otra produciría una mejora sustancial del sistema político argentino. Macri sería el reciclador del radicalismo y faltaría definir si sería Massa, o quién cumpliría ese papel en el peronismo. En ambos casos desde fuera de los partidos originarios: el PRO inyectando sangre nueva a la UCR y Massa, al PJ. Pero ya sin ser los partidos de antaño sino coaliciones de partidos donde ninguno solo tenga asegurada alguna forma de hegemonía.
En la Argentina actual, toda la discusión se concentra en la economía, si el dólar costará 10, 15 o 20 pesos, y las consecuencias negativas y positivas que eso traerá. En Brasil también el dólar pasó a ser protagonista principal del debate entre quienes creen que podría llegar a 4,50 reales si Dilma no renuncia o bajar a 3 reales si asume otro presidente. Y explican que el problema de Brasil es más grave porque no es económico sino político, que si fuera simplemente económico, una recesión no debería durar más de dos años, y ya pasó más de uno de caída de la actividad. El problema es más complejo al ser político porque el PT se destruyó y para que emerja un sustituto que reequilibre el sistema de partidos vigente en las últimas décadas, podrán ser necesarios varios años más de reparación.
Quizás en la Argentina no podamos ver que el dólar a 10 o 15 pesos, o la inflación que desgasta el valor de nuestra moneda y produce la devaluación, o el gasto público que produce el déficit demanda que se imprima la moneda que produce inflación, que en sí mismo es una única dificultad, es pequeña frente a los problemas que genera el hecho de que no haya un sistema político en equilibrio. Y que si la Argentina estuviera logrando superar el verdadero costo de 2002, que no fue que estallara el precio del dólar, sino que estallara el sistema de partidos políticos, podría estar muy cerca de un ciclo de progreso sustentable que no requiriera más la muleta de la locura para hacer tolerable el dolor de nuestro fracaso.
Algún día va a darse. Argentina, Sudamérica y todos los países en desarrollo, por efecto de acople, en algunas décadas alcanzarán un producto per cápita más cercano al de los países desarrollados. Está en nuestra manos que sea más cerca de 2020 que de 2050.