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Chicas muertas

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Esa vertiente de la no ficción que se llama realidad no para de escribir páginas trágicas. Ayer por la tarde los noticieros daban la noticia de que se había encontrado el cuerpo de una mujer de casi 30 años, muerta, en el Ceamse. Lo mismo pasó hace un año con el caso de Angeles Rawson.

Este homicidio conmovió al país pero ya se olvidó. Mientras los nacionalsocialistas se ponen los uniformes para vivir el Mundial y lo único que les preocupa es la lista de jugadores que armó Alejandro Sabella, nuestro país sigue armando una lista más larga y terrible que es la de las mujeres muertas por violencia de género. Es así. Acá los hombres, por  múltiples motivos, matan a las mujeres. Como en el infernal desierto mexicano que inspiró un tramo de 2666, la novela de Roberto Bolaño.

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Selva Almada acaba de publicar un libro que se llama Chicas muertas y que habla de lo mismo. La autora investiga el caso de tres chicas jóvenes asesinadas en sus provincias, en los años 80. Aunque hace investigación y se acerca al periodismo, lo que diferencia a esta escritora de una narradora simple o una cronista hábil es que tiene la pluma poderosa del poeta. Ya en su novela El viento que arrasa había un capítulo donde la llegada de una futura tormenta era narrada a través del olfato implacable de un perro. Eso no lo da ningún taller, es un don.  Selva Almada nació en Entre Ríos y viene escribiendo pequeñas historias magníficas sobre nuestro país rural. Muchos de sus relatos tienen algo de ese encanto que hay en las sobremesas familiares, cuando las hermanas mayores y los padres se ponen a contar historias prohibidas, fábulas trágicas que suceden por la noche, a esa hora en que el diablo sale a reclutar a  su gente. Almada aprendió de esos relatos, grabó esas voces, y ahora es un instrumento a través del cual esos seres invisibles hablan.

Familias de campesinos, pobres, abandonados a la buena de Dios. Ladrilleros, changos, gente viviendo con lo justo pero que parecen salidos de una ensoñación bíblica, como los relatos de Faulkner. En Chicas muertas, Almada se obsesiona con el destino de tres adolescentes. Lee los expedientes del caso, mira las fotos de las muertas, entrevista a familiares y siempre, de fondo, se ocupa de transmitir climas. Uno percibe el calor intenso de ese bar donde la escritora se sienta a tomar algo mientras espera por un testigo clave. O cuando asiste a un carnaval y observa a las chicas de 8 o 9 años ya vestidas como vedettes bonsái, observadas por los hombres borrachos de cerveza, que hacen cola para mear en los baños químicos. Todo el relato está sostenido por una sensación de inminencia. Ya pasó algo malo, y va a pasar algo peor. En un momento escribe: “Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ellas y de miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Sólo una cuestión de suerte”.