The Crown viene muy bien para pensar la producción de ficción desde el centro y hacia las periferias, una vieja relación nunca resuelta. La intrincada descendencia de la corona británica, con su poderío, su vulgaridad, su mal gusto, sus falencias psíquicas, narrada sin ocultar su aspecto telenovelesco no tendría –en principio- mayor interés que Rosa de Lejos. Pero no hay nación cuya historia no se haya entrelazado alguna vez (y definitivamente) con la de Gran Bretaña: allí radica una de las inteligencias de la serie (que son muchas).
Inglaterra: un centro del mundo que dejó de ser. Magnificente y proletaria, neoliberal y desesperada, está en el foco universal. Todo es diferente en la isla y esa diferencia es más o menos por todos conocida: Australia, Sudáfrica, Irlanda, el Golfo, no hay recodo del planeta que no se cuele entre las joyas.
Aquí esperábamos ansiosos el capítulo de Malvinas. Sí; hay alguna escena de falsos extras argentinos en las Georgias, pero los capítulos que se ocupan del tema (son dos) ponen a la guerra totalmente en segundo plano y magnifican algún otro episodio singular, a la luz del cual todo es relativo. Por ejemplo, la intrusión nocturna del proletario Michael Fagan en el dormitorio de la Reina Elizabeth II para pedir cosas, un hecho nunca esclarecido y muy amplificado por todo tipo de especulaciones ficcionales. ¿Cómo logra este relato de guerra con foto de Thatcher incluida que nos sintamos arrastrados desde el centro hacia el detalle y que la tensión entre Fagan y la Reina en camisón ocupe todo el espacio de nuestra curiosidad? Lo mismo pasa con Lady Di, con sus idas y sus vueltas: todo el cuerpo monárquico es un paciente psiquiátrico remoto y sin embargo, henos allí, presos de matices y singularidades de este cuento de hadas que salió como el culo.
El mérito es en gran parte de los actores: los mejores de esta generación de británicos. Pero además, es mérito de la Historia con mayúsculas, que se filtra en cada pliegue del satén.