COLUMNISTAS
en el exilio

Cien días

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Debo confesar (y elijo este verbo adrede) que Bergoglio no me agradaba. Su proceder contra la muestra de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta en 2004, por ejemplo, se me antojó Inquisición. Y la idea de que en la homosexualidad anida, maléfico, el demonio, esgrimida para tratar de impedir el derecho igualitario al matrimonio, me resultó conceptualmente limitada, un tanto medieval para mi gusto. Ajeno a las designaciones de cargos de todas las religiones del mundo, y ajeno a las efervescencias patrióticas, sobre todo cuando las tengo cerca, pasé el día en que lo eligieron Papa oscilando sin remedio entre una indiferencia laboriosa y una congoja iluminista y laica.

Pero ahora también debo confesar (y el verbo lo elijo al azar) que empiezo a simpatizar con Bergoglio. No es su gestión lo que me convoca, la chica a la que sanó al bendecirla, el acto de exorcismo que alguien dijo que practicó. Me entero de que Bergoglio llama de lejos a los amigos por teléfono, falto de charla y de confianza. De que se acordó de su canillita y le avisó desde allá, desde Roma, que suspendía el servicio de diario. De que aprovecha la presencia del algún argentino en Plaza San Pedro para retomar el ejercicio de la chanza futbolera.

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Recién ahora comprendo una cosa por lo demás evidente: un Papa es un exiliado. Lo fueron Wojtyla y Ratzinger, cualquier Papa no romano. Pero en Varsovia nunca pensé, y en las tierras de Bavaria tampoco. Con Bergoglio me doy cuenta: está exiliado y añora. Lo concibo en plena nostalgia, oyendo por internet los partidos de San Lorenzo, sabiendo que los nuevos vagones del A circulan pero sin él, pudiendo hablar en castellano pero no pudiendo hablar en lunfardo. Educado como estoy en el canto gardeliano, reconozco al porteño que sufre tan lejos de Buenos Aires.

Mantendré esta cordial simpatía, al menos hasta que censure de nuevo, al menos hasta que discrimine otra vez.