Como ha venido ocurriendo en la mayoría de los procesos electorales desde que se desató la pandemia de Covid-19, los resultados de las PASO 2021 celebradas en nuestro país se constituyeron en un verdadero “cisne negro”. La inédita, imprevista y aplastante derrota del oficialismo generó una crisis política todavía en desarrollo al momento de escribir estas líneas.
¿Qué impacto puede ello tener sobre la economía? Si los resultados en los próximos comicios de noviembre reproducen los de septiembre, ¿se ingresará en una etapa similar a la vivida por el gobierno del expresidente Raúl Alfonsín, tras el triunfo del entonces candidato justicialista Antonio Cafiero en las elecciones de la provincia de Buenos Aires de 1987, caracterizada por una agonía política y económica, que culminó con la entrega anticipada del poder, en julio de 1989?
El presidente anunció luego de las PASO que “lo que hicimos mal, lo corregiremos”. ¿Qué puede ello significar? Todo depende de qué se entienda acerca de lo que se ha hecho mal. En principio, cabía vislumbrar dos rumbos alternativos.
El primero era interpretar el mensaje de las urnas como un voto en favor de una liberalización de la economía. En abono de esta exégesis, cabe señalar que, por primera vez en muchos años, un 25 por ciento del voto de la ciudad de Buenos Aires respaldó propuestas de contenido tan profundamente liberal como hacía tiempo no se escuchaban en el país.
Claro está que un cambio de rumbo en esta dirección -por moderado que fuera- requeriría de un acuerdo con algún sector de la oposición, para darle sustento en el Congreso de la Nación, lo mismo que viabilidad política.
En tal caso, un rápido acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, una flexibilización del cepo cambiario, una actitud más amigable hacia la inversión privada y un fomento de la radicación de capitales -sin restricciones geopolíticas- en actividades clave como el litio, Vaca Muerta, la obra pública, las industrias de la salud, la economía del conocimiento y el sector agroindustrial podrían ser parte de una agenda desarrollista, que permitiera revertir esta nueva década perdida.
Ello iría acompañado de un plan que posibilitara reducir drásticamente la inflación, en base a un conjunto coherente de instrumentos monetarios, fiscales y de política de ingresos, que ofrezcan la oportunidad de llegar a 2023 con una variación anual de precios de un solo dígito.
Los cambios en el gabinete, sin embargo, parecen indicar que esta opción ha sido dejada de lado. La segunda alternativa -que parece ser la elegida- es interpretar que la debacle electoral puede contrarrestarse “poniendo plata en el bolsillo de la gente”, para generar un shock de consumo.
A tal efecto, habría un aumento general de salarios y jubilaciones para las escalas más bajas y se incrementaría el gasto social y la obra pública, utilizando con este propósito los fondos provistos por el FMI y, llegado el caso, emitiendo una cuasi-moneda para su financiamiento. A ello se sumaría una estricta política de control de precios, con fuertes sanciones a quienes no la acaten. Este paquete probablemente requiera de un cepo reforzado, que se extendería al mercado “blue”.
La monetización de los Derechos Especiales de Giro (DEG) aportados al gobierno argentino por el FMI, los incrementos salariales, de jubilaciones y pensiones, así como de otros rubros del gasto público, implicarán un fuerte aumento en la circulación monetaria y consiguientes presiones inflacionarias.
Esta estrategia tropezaría, además, con la dificultad que plantea para su implementación un gobierno debilitado y fracturado. Además, si el resultado de noviembre no fuera el esperado, podrían reeditarse las “72 horas de furia” posteriores a las PASO.
*Director del Centro de Estudios de la Nueva Economía (CENE) de la Universidad de Belgrano.
Producción periodística: Silvina L. Márquez.